Cámara subjetiva

Ángeles Mora

¿Como en Irán?

IMAGINAN a los obispos integrantes de la Conferencia Episcopal convertidos en la cúpula guardiana de los principios políticos, filosóficos, sociales y religiosos de nuestro país? ¿Imaginan una sociedad sacralizada, un gobierno sujeto a una ley católica, una ley que no emanaría del pueblo ni de sus representantes sino directamente de Dios y su voluntad divina? Naturalmente el intérprete de esa voluntad divina sería su cabeza visible en la tierra, o sea, su santidad el Papa de Roma.

¿Se imaginan a miles de fanáticos iluminados, supuestos soldados de Dios convertidos en guardianes de la ortodoxia católica, como hoy sucede en Irán con los guardianes de la revolución islámica? ¿Imaginan volver aquí y ahora a la sacralización medieval, a un Estado confesional católico, donde todos y cada uno de sus integrantes debiera obediencia ciega y absoluta a unas leyes eternas que deben permanecer inmutables hasta el fin de los tiempos?

Da repelús sólo pensarlo. Pero no hay que hacer mucho esfuerzo imaginativo para representarnos la situación cuando vemos, por ejemplo, al portavoz de la Conferencia Episcopal impartiendo doctrina y presionando a los diputados católicos sobre cual debe ser la naturaleza de su voto, que debe estar de acuerdo con la ley divina. Afortunadamente sus recomendaciones no obligan a nadie legalmente. Ese es nuestro as bajo la manga. Afortunadamente el tiempo ("que ni vuelve ni tropieza", como ya nos recordó Quevedo) de la sacralización pasó en nuestro mundo. Hoy la sociedad civil se rige por leyes civiles y racionales. Tenemos una Constitución a que atenernos. Sabemos dónde se discuten las leyes (no en las catedrales). Y bastante infierno tenemos ya aquí en la tierra, para que los curas nos amenacen con el eterno. La muerte está en la vida. También lo dijo Quevedo: "¡Oh, cuánto inadvertido el hombre yerra:/ que en tierra teme que caerá la vida/ y no ve que, en viviendo, cayó en tierra!".

Bastante sufrimiento tiene hoy nuestro mundo para rasgarnos las vestiduras farisaicas y no reconocer los verdaderos problemas que nos acucian. Y dando por supuesto que el aborto es indeseable, no hay más remedio que regular una realidad que está ahí y que hay que intentar mejorar en cualquier sentido. Es inevitable tener que soportar que la jerarquía eclesiástica hable de injusticia e inmoralidad según le venga a cuento. Pero sus pecados, felizmente, no son nuestros delitos. Ni sus leyes sagradas son nuestras leyes laicas. Conseguirlo fue un logro histórico que no tiene marcha atrás.

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