MIENTRAS su amigo trabajaba en el piano, cifrando en el pentagrama la música efusa tras la lectura del poema, el banquero poeta y melómano, con gafas oscuras para protegerse del sol, tocado con elegante sombrero de paja comprado unos meses atrás en Florencia, y -¡"si me viera mi madre!" - en mangas de camisa, levemente recogidos los puños sobre el antebrazo, miraba distraídamente las pocas casas que delineaban la playa, casi todas rodeadas por breves jardines donde naranjos y limoneros se alzaban poco y decollaban las palmeras.

Le llamó la atención un bulto blanco, cegador en la luz del día. Alzó los prismáticos y alcanzó a ver una mujer de generosas carnes, desnuda los brazos, cubierta por amplio traje sin mangas cuya blancura resaltaba la piel de dudoso color, entre rosada y velada suavemente de canela. Todas sus curvas eran barrocas bajo la tela, como las nubes que los pintores secentistas italianos rompen para mostrar la apoteosis de alguna alma gloriosa. Era una Ceres viva, tallado el culo en retórica de mármol. Lo ruborizó su osado pensamiento; rechazó la metáfora, aunque no la idea de acercarse a verla.

Y era entrada la noche cuando llegaron a la casa. Villa Leonarda, expuesta a los transeúntes y a los barcos, abierta la verja del jardín y la puerta bajo el porche, iluminado por un discreto farolillo verde, dejaba salir por sus abiertas ventanas una graciosa y muy elaborada música que Albéniz identificó enseguida y le hizo sonreír. "Es un trío de laúd, bandurria y guitarra, suena muy bien". "Es un sacrilegio rebajar esta pieza tuya para ambientar una merienda en un prostíbulo", gruñó Francis. Isaac le recordó que peor era lo de Mozart en las comidas del obispo Coloredo quien, con eructos y ventosidades de las cámaras de popa, incidía como bajo continuo disonante en algún divertimiento delicado o tal sutil sinfonía. "Ya Beethoven estableció el sagrado estatuto artístico del músico. Ni éste es el caso ni afecta a mi dignidad; ya te lo explicaré con calma".

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