Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Lujuria

TRES o cuatro días después de que un equipo de juristas presentara ante el TSJA un escrito para impugnar la Ordenanza de la Convivencia por atentar supuestamente contra derechos fundamentales como el de reunión o expresión, el Ayuntamiento ha divulgado la cara más dulce de la normativa: en los primeros seis meses de vigencia ha reportado 384.000 euros en multas. Y eso que sólo se ha aplicado a un porcentaje mínimo de todos los casos y circunstancia posibles. La norma se ha centrado preferentemente en perseguir la prostitución callejera y el botellón. Si el Ayuntamiento diera instrucciones a su policía de hostigar la infinita variedad de incorrecciones previstas en la norma (incluida, por ejemplo, la de hacer ruido a la hora de la siesta) la recaudación se multiplicaría. Pero no demos ideas a los señores alcabaleros. De momento se han impuesto 324 multas relacionadas con la prostitución y doscientas con la bebida. No está mal.

Granada es, según un reportaje aparecido hace unas semanas en El País, la capital de provincia que más recauda en sanciones. El Ayuntamiento tiene un bajísimo concepto moral de los vecinos, a tenor de las elevados cálculos económicos que hace a cuenta de su previsible inmoralidad, sus yerros y su pésima educación. El Ayuntamiento es capaz de prever de un año para otro lo que ingresará a costa de nuestra mala conducta. Y además cada ejercicio la eleva un poco, lo que quiere decir que, por mucho que nos esforcemos en mejorar, el destino, como en las tragedias griegas, nos conducirá fatalmente al error. Al lado de Granada, habitada al parecer por tipos depravados, lujuriosos, borrachos e incapaces de aparcar en los lugares aptos, los ciudadanos de Jaén son unos santos. Las cifras recaudatorias no dejan dudas sobre la limpidez moral y la urbanidad de unos ciudadanos frente a sus vecinos.

Salvo que las sanciones se interpreten no como un aviso para reformar la conducta de los ciudadanos sino como un impuesto encubierto que grava aparcar, cruzar las calles o beber o fornicar bajo determinadas circunstancias. Si las sanciones fijas se evalúan de este modo, como arbitrios o gravámenes, la presión fiscal de los municipios ascendería a cotas inaguantables. Y el Ayuntamiento, por inmoral que parezca, se convertiría en el primer beneficiario económico de la prostitución callejera. Por encima del chulo y la ramera. O del botellón, por encima del distribuidor de alcohol barato que revienta el hígado de los adolescentes.

No sé qué resolverá el TSJA sobre la ordenanza, pero al margen de la legalidad de ciertos artículos hay en toda ella una intención oscura e inquietante que sobra.

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