EN la calle oigo a un hombre que grita contra la Junta. Camina unos pasos detrás de mí y lo oigo despotricar en voz muy alta, para que todos lo oigamos bien. Insulta, gruñe, se queja, maldice. Antes lo he visto asomado a un puesto de venta de cupones de la ONCE, luego lo he visto entrando y saliendo de un bar, después se ha perdido por una esquina. Tiene más o menos mi edad. Dios sabe lo que le habrá pasado. Quizá lo han despedido del trabajo y se ha quedado en paro. O su negocio se ha arruinado por las razones que sean. O ha perdido sus ahorros por culpa de una mala inversión o un engaño o una estafa. O quizá su mujer lo ha abandonado, y también sus hijos, así que ahora se ha quedado solo y va rumiando su amargura por la calle.

Da igual. El caso es que este hombre se siente estafado por la vida y ahora grita a los cuatro vientos su frustración. A lo mejor él mismo es responsable de lo que le pasa, ya que ha actuado con imprevisión y temeridad, y ha tratado mal a su mujer o ha sido un empleado inútil o un empresario ineficaz. Pero a lo mejor ocurre lo contrario, y ha actuado con prudencia y honradez, pero aun así se ha convertido en una víctima más de este sistema económico que va devorando seres humanos a medida que crece y crece sin parar (y a medida que algunas fortunas también crecen y crecen sin parar). No lo sé. El caso es que este hombre está desesperado y va soltando insultos y maldiciones por la calle, con la esperanza de que alguien le oiga, o tan sólo porque ya no es capaz de contener su malhumor y necesita desahogarse de la forma que sea.

La diferencia entre una sociedad sana y otra enferma es que en la primera los transeúntes escuchamos a este hombre en la calle, pero pasamos de largo dedicándole una mirada condescendiente o compasiva (o incluso burlona). En cambio, una sociedad enferma es la que congrega alrededor de este hombre a otros muchos que se unen a sus quejas, hasta que todos empiezan a insultar a la Junta -o al Gobierno, o a los jueces, o a los empresarios, o a quien sea- porque ya no pueden reprimir su acuciante sensación de fracaso. Y cuando una sociedad entera -o una gran parte de esa sociedad- está dispuesta a culpar a alguien más de todas sus desgracias, todo está preparado para la aparición fulgurante de un demagogo totalitario.

De momento, las quejas de este hombre se han diluido en la calle. Nadie se ha parado a escucharlo y nadie le ha dado la razón. Nadie le ha jaleado, nadie se ha unido a él. Pero falta saber qué pasará dentro de un año, o incluso menos, tan sólo seis meses, si las cosas siguen yendo mal. Y falta saber contra quién empezarán a dirigirse entonces las quejas y los insultos que se oigan en la calle. ¿Contra los gitanos? ¿Contra los delincuentes? ¿Los inmigrantes? ¿O contra todos a la vez?

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