COMO casi siempre, tiene que acontecer un hecho palmariamente sangrante para que la opinión pública tome conciencia de los graves errores de una ley -en este caso la de violencia de género- tan bienintencionada como fallida. El drama vivido por José Antonio Santos, el joven sevillano que llevaba años soportando el estigma de ser un maltratador y que incluso ha tenido que penar once meses de cárcel como consecuencia de las denuncias presuntamente falsas de su ex esposa, reabre el debate sobre la asimetría desproporcionada de unas normas que, a fuer de incondicionalmente protectoras, a veces amparan injusticias flagrantes.

Es cierto que no han faltado voces que ya alertaban del desafuero. No hace demasiado, por ejemplo, el juez Francisco Serrano nos avisaba de las lagunas increíbles de dicha regulación (el olvido de la violencia psicológica, un ámbito en el que las agresiones pueden producirse con mucha mayor facilidad en los dos sentidos; la escasa reacción, ideológicamente alimentada por lo que él llama el hembrismo, frente a los supuestos de falsedad de las denunciantes, que tan a menudo se dan y que con frecuencia devienen en impunes). De igual modo, María Sanahuja, magistrada de la Audiencia Provincial de Barcelona, nos describió por su parte, a finales de 2008, el comportamiento -hipercorrecto, pero equivocado- de la mayoría de los intervinientes en el sistema (jueces que conceden, sin mayores averiguaciones, órdenes de protección; fiscales que las solicitan con idéntico y sorprendente automatismo; policías que actúan, aun no convencidos, bajo el miedo de ser expedientados; abogados que recomiendan la denuncia por malos tratos como medio para obtener una posición muy ventajosa en el ulterior proceso de separación o divorcio; mujeres que sin ningún escrúpulo -ni respeto por las víctimas reales- abusan, con fines espurios, del aparato instituido). Tales voces, sin embargo, han sido hasta ahora sistemáticamente desoídas, cuando no furiosamente reprimidas, por alejarse de la monolítica tesis oficial.

A mi juicio, lo que tenemos que poner en cuestión, y pronto, es el principio buenista (también estúpidamente maniqueo) según el cual ellas son inoponiblemente santas y ellos, sin excepción, unos canallas. Esa visión del mundo -que cimenta una discriminación asombrosamente calificada de positiva- es de una simpleza que asusta, desconoce la naturaleza humana, no responde a la complejidad de las relaciones de pareja, termina sustituyendo una iniquidad por otra y, al cabo, no resuelve -a la tragedia de las cifras me remito- la raíz del problema.

Por ello, hoy parece llegada la hora de repensar la filosofía y los instrumentos de una normativa que sin duda está fracasando estrepitosamente. Las vidas arruinadas de tantas y tantos, más allá de experimentos tan antijurídicos como artificiales, desde luego así parecen reclamárnoslo.

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