POCAS veces se ha acogido la noticia de un nuevo atentado terrorista con la serenidad con que se recibió el que costó la vida ayer al inspector de policía vasco Eduardo Puelles, víctima de una bomba-lapa colocada en su coche por los de siempre.

Esta serenidad no significa indiferencia ni insensibilidad. El dolor de su familia ha sido compartido por todas las personas de bien, como siempre que alguien cae sacrificado por la sinrazón y el fanatismo de los bárbaros. La serenidad en este caso es sinónimo de confianza plena en que los criminales y sus instigadores serán detenidos, juzgados y condenados y, sobre todo, en que su acción no tendrá ninguna influencia en el presente y el futuro del País Vasco y de España.

La pérdida de Puelles, un servidor del Estado democrático, es irreversible, y no hay consuelo posible para su viuda, sus hijos y sus demás seres queridos. Pero, desde el punto de vista colectivo, esta muerte no alterará nada. La historia no va a cambiar y solamente la registrará como una muesca más de la siniestra trayectoria de una banda políticamente amortizada y materialmente en proceso de liquidación.

Esto es lo que ha variado. Muchas veces hemos apelado, después de cada nuevo atentado, a la necesidad de la unidad y la firmeza de todas las fuerzas políticas en la lucha contra el terrorismo. En ocasiones era puro voluntarismo, la expresión de un deseo apenas realizable. Ahora no. Vemos a las instituciones vascas volcadas alrededor de la familia, el Parlamento de Vitoria sin un solo voto en contra ni una sola abstención en su condena, las banderas a media asta en Ajuria Enea, las palabras de Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, tan idénticas, las posturas sin discordancia de todos los partidos políticos y agentes sociales... lo que hemos echado en falta durante años y ahora es feliz realidad.

Cuando el terrorismo es un problema grave, pero no el problema que distorsiona toda la vida pública, nos atemoriza a todos y hace dudar a los gobernantes, es que hemos empezado a eliminarlo. Cualquier atentado que ETA pueda cometer ahora, y es obvio que puede, no va a llevar la duda al Ministerio del Interior, ni va a dividir al Gobierno y a la oposición, ni va a ser utilizado por nadie para la política partidista, ni va a abrir debates sobre la conveniencia o no de negociar con los terroristas ni va a interrumpir la vida cotidiana de la nación. Ésa es la garantía de que el terror es sólo un dato sombrío de nuestra actualidad, no el tema por antonomasia: hagan lo que hagan no van a conseguir alterarnos.

El atentado de ayer es brutal y canallesco, como todos, pero cae sobre un campo estéril para los designios de ETA.

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