CUANDO le pregunté a Katy qué cambiaría de Irán, se hizo un silencio total en la mesa. Estábamos cenando en uno de los restaurantes que la familia posee en Teherán. Hombres y mujeres comían separados cumpliendo la obligación. El ambiente era alegre y el jolgorio aumentaba. Cada uno iba a lo suyo, así como las diversas conversaciones, sobre cuestiones que a mí me resultaba difícil entender, pues con el farsi me trato de usted. Pero, aun así, tuvieron la deferencia de hacer que primara el inglés. El hecho de que yo hubiera convivido con esa familia, cuya generosidad y bondad fue ilimitada, hizo que mi osadía me llevara a buscar la sinceridad entre féminas. Después de varios días en Irán, donde, como ellos mismos traducen, el invitado es un burro de carga que se deja llevar por su amo y al cual nada le faltará, así me dejé llevar yo por el país islámico. He de confesar que hubo un momento en que me faltaba el oxígeno de la libertad, por lo que tomé la determinación de recorrer el país de manera independiente. Siempre con el velo cubriendo mi cabello, viajé por varias provincias a base de taxis, cuyos conductores, al ver a una mujer occidental viajando sola, asumían la responsabilidad de asegurarse un buen destino al final de la carrera.

Las mujeres con las que pude convivir no trabajaban. Su tiempo estaba organizado en función de los horarios escolares de sus hijos y el resto lo dedicaban a acudir a salones de belleza para la posterior reunión familiar. Una de ellas era esta comida en la que pregunté a Katy qué era lo que menos le gustaba de Irán. La pregunta paralizó las voces de todos los comensales e incluso pareció que se detuviera el humo de la pipa de agua. Katy ya había respondido a muchas de mis preguntas. Entre ellas, el riesgo que corrías por mostrar las piernas desnudas, sin medias. Me dijo que ahora las mujeres se maquillan en exceso porque hubo un tiempo en el que se las detenía para cortarles los labios con una cuchilla de afeitar. Cuando quisimos beber un vino español, tuvimos que devorar el corcho con la punta de un cuchillo, porque es imposible encontrar, ni pasar por la frontera, un simple sacacorchos debido a la prohibición del consumo de alcohol.

Katy rompió el silencio de la mesa y le tomó el pulso a la mirada de su marido. Sacó valor y me respondió: "¿A mí? A mí lo que me gustaría sería quitarme el velo". Su esposo cambió de manera radical la conversación al preguntarme por mi jugador favorito del Betis.

El eco de Katy resonó en mi mente el día que mataron de un disparo a Nedá durante una manifestación en contra del resultado electoral. En su agonía vi su muerte, el nacimiento de una heroína y el desprendimiento del velo que desnudó su cabello al caer al suelo. Supe entonces que en Irán, todavía, el velo sólo se quita a disparos.

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