De los tres nacionalismos ibéricos, el español, el vasco y el catalán, era éste último al que se suponía más civilizado, el que menos muertos había enterrado, pero nacionalismo y razón forman un oxímoron. No está nada mal en pequeñas dosis, el perfume de los paisajes, la melancolía de las gestas pretéritas, el calor de la lengua materna. Creíamos los que no somos millennials que un nacionalismo sacaba a otro, como el clavo al clavo, y hartos del Cid, del folclorismo y del nacionalcatolicismo de los generales y los obispos, nos aprendimos las letras de la Nova Cançó, no hablábamos catalán en la intimidad, pero lo cantábamos. Pi de la Serra, Lluís Llach, María del Mar Bonet, Raimon, Serrat; cantábamos el himno de los segadores, y hasta nos estremecíamos con Tarradellas. Ciutadans de Catalunya,ja soc aquí. La izquierda se sentía en deuda con los nacionalismos periféricos y comenzó a darle cuerda sin saber que se estaba fraguando una traición, que aquellos argumentos sirvieron para construir otras naciones sobre sentimientos y emociones. Los partidos de izquierda siguen con un complejo que ya es inexplicable, como si el Estatut lo hubiese recurrido el PSOE y no el PP, y sus líderes andan agazapados, resguardados a la sombra de sus intereses electorales. ¿Dónde han estado estos días Pedro Sánchez y Pablo Iglesias? De perfil, casi ni se les ve.

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