CADA informe internacional sobre nuestro sistema educativo es un nuevo mazazo. Demasiado fracaso escolar, demasiado abandono prematuro, demasiada pasividad de unas autoridades cuya única justificación parece ser remitirse al pasado: venimos de muy abajo. Pero también venimos de muy abajo en otros muchos parámetros sociales en los que, sin embargo, hemos dado saltos espectaculares. Algo falla.

El último informe conocido, de la OCDE, revela que los profesores españoles dedican el 16% de su tiempo a poner orden en clase. Teniendo en cuenta que el orden debería ser un pre-requisito indispensable para la transmisión de conocimiento -y de valores, si se quiere-, que haya que gastar tiempo y energías en asegurarlo supone un despilfarro. No sólo por sí mismo, sino también por lo que significa de deterioro de la autoestima y el papel de los educadores. Si a ello se suman las tareas burocráticas crecientes que recaen sobre los profesores y las no infrecuentes agresiones psicológicas, y aun físicas, que sufren, se entenderá que el panorama resulta desolador.

He ahí parte importante de lo que falla. El ambiente en que se imparte y se recibe la enseñanza, sobre todo en los niveles en que el alumnado se ubica en la difícil adolescencia, no es el más apropiado. La autoridad del maestro es a menudo impugnada por alumnos que acuden a las aulas solamente porque la educación es obligatoria, y por ninguna razón más. Después de décadas de autoritarismo en la relación docente/discente se ha pasado al extremo contrario y se cultiva la idea de que la relación entre uno y otro ha de ser democrática e igualitaria. Antes si un profesor reprendía o castigaba a un estudiante por mala conducta sus padres lo entendían y añadían una sanción doméstica a la recibida en la escuela; ahora se ponen incondicionalmente al lado de su niño y exigen explicaciones al profesor (eso, como mínimo), sin que los responsables educativos le defiendan.

A esas edades las criaturas no tienen la culpa de nada. Simplemente trasladan a la escuela el modo de relación que viven en casa. Si padres y madres han abdicado de su condición de padres y madres y lo que quieren es ser colegas de sus hijos, a los que consienten todos los caprichos e inculcan, consciente o inconscientemente, la incapacidad de soportar la frustración, la disciplina y el esfuerzo, ¿cómo van a aceptar, ni padres ni hijos, que venga un extraño, por maestro que sea, a meterlos en vereda?

No se trata, por supuesto, de volver al palmetazo. Sí de entender que no hay aprendizaje sin que la autoridad del profesorado quede a salvo. Esto lo pagaremos durante muchos años.

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