La columna

Juan Cañavate

jncvt2008@gmail.com

Primavera

A pesar de Romanones, no puedo resistirme a hablarles del azahar o de las flores del cerezo de mi patio

Si hay semanas en las que uno se las ve y se las desea para encontrar algo de lo que escribir, también hay otras en las que hay que jugar al descarte y renunciar a hablar de asuntos a los que con ganas le hincaría el diente. Esta semana, por ejemplo, el fiscal del caso Romanones, (que ya sabemos que no hay caso) acaba de hacer unas declaraciones que evocan, igual sin querer, esos best sellers facilones de Dan Brown o eso que algunos críticos han llamado las vati-novelas; historias de conspiraciones turbias en el seno de la santa madre iglesia o en los sótanos del Vaticano, que dijera André Gide. Dice el fiscal, al parecer, que no tiene muy claro si ha habido violaciones o una conspiración del Opus Dei y casi me tengo que morder los dedos para no lanzarme a escarbar en ese jardín florido, aunque no tenga más remedio que renunciar a hacerlo porque yo de lo que realmente quiero escribir en esta mañana soleada de primavera, es de eso, de la primavera.

Y, a pesar de Romanones, no puedo resistirme a hablarles del azahar o de las flores del cerezo de mi patio o de este desorden de fríos y calores, de lluvias y de vientos que me envuelven y provocan, imagino que a ustedes igual, además de la puñetera alergia, tantas sensaciones que consigo olvidarme, de una vez por todas, de la gris monotonía del invierno que empezó en el jodido noviembre y, que ahora ya sí, yace por fin, cadáver.

A mí la primavera me gusta y reconozco, con lógica cautela, que le ayuda en algo la traca inaugural de la Semana Santa, con sus cosas buenas y sus cosas malas. De las buenas, elijo sin dudar la música que inunda todos los rincones de la ciudad y hasta cada acto cotidiano de la vida: doblar una esquina, despertar amaneciendo, tomarse un café solo o un colacao con galletas, ir a la cama, también solo, o hacer el amor en compañía... mientras bajo el mismo balcón del dormitorio suena Amargura con ese ritmo dulce, solemne y lleno de ternura que la vida cotidiana y el amor demandan todos los días con mayor o menor fortuna.

Será porque algunas cosas me gustan mucho, que otras me disgusten más. Y no hablo de la ciudad secuestrada, de las calles cortadas o del puro caos que la habita y rige esa semana. No, esas cosas se pueden entender y soportar, lo que no entiendo ni soporto de la Semana Santa es la cera de las calles, las caídas de las motos, los resbalones, las bicis por los suelos, los golpes y hasta los huesos rotos, y todo porque alguien, en un ataque de insolidaridad inaceptable con una ciudad que aguanta con paciencia una incomodidad tras otra en esta semana, se niegue a ponerle un trozo de cartón a un cirio para evitar el chorreo de cera por las calles porque no es la tradición. Venga hombre.

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