En los próximos meses, la crisis territorial de Cataluña volverá a ser un asunto político central. Se anunciará la convocatoria unilateral de un referéndum de secesión, repitiendo el proceso que culminó en la consulta del 9N en 2014. La novedad ahora es que la respuesta a la prohibición del referéndum será la aprobación en el Parlamento de Cataluña de una ley para la desconexión de España que se está preparando en secreto, aunque todo el mundo habla de ella.

Obvio es reseñar que seguimos ante un grave problema político, precisado de diálogo y búsqueda de acuerdos. Sin embargo, ningún acuerdo político puede hacerse contra el ordenamiento jurídico sino, en su caso, para modificarlo. En este sentido, la Constitución se fundamenta en la "indisoluble unidad" de España (art. 2). No hay que ser un experto jurista para entender que mientras la Constitución diga esto no puede convocarse un referéndum para la secesión de una de sus partes. Los tribunales constitucionales de Alemania e Italia han establecido la imposibilidad de un referéndum de secesión. El español ha sido más prudente. Ha sostenido que en este momento no resulta posible pero no impide su previsión a través de la reforma constitucional pues toda la Constitución es modificable. Por tanto, lo lógico sería plantear una reforma constitucional que elimine el obstáculo de la "indisolubilidad" y reconozca el derecho de secesión. No entiendo por qué el Parlamento de Cataluña no ha impulsado en las Cortes esta vía constitucional, siquiera para reforzar su legitimidad si la iniciativa es rechazada.

Tampoco resulta difícil abordar constitucionalmente la mencionada ley de desconexión. El Parlamento de una Comunidad aprueba leyes autonómicas. Cualquier ley debe respetar la Constitución. Además, en el caso de una ley autonómica, se suspende automáticamente y, en consecuencia, no puede aplicarse cuando el Gobierno la recurre ante el Tribunal Constitucional. Por tanto, una ley autonómica que ofrezca amparo a la secesión no podrá aplicarse.

Frente a ello se dice que la Constitución no puede anteponerse a la voluntad de la ciudadanía. El argumento es profundamente antidemocrático. Nunca será democrática una actuación que vulnere las reglas y procedimientos que nos hemos dado. Estas pueden modificarse pero no violarse. Por tanto, no es una cuestión de leguleyos sino la esencia misma de la democracia. Si las normas vigentes no nos satisfacen habrá que buscar acuerdos para cambiarlas. Vulnerarlas, aduciendo que es la voluntad de la mayoría, ha provocado muchos desmanes en la historia de la humanidad.

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