Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Síndrome islandés

HE comprobado que empiezo a mostrar síntomas de lo que, a falta de una definición más precisa, he denominado síndrome islandés. Y lo peor es que he encontrado los mismos signos en otras personas, por lo que habría que hablar de epidemia. El síndrome islandés no tiene nada que ver con el éxito del sistema educativo, ni con la costumbre de algún que otro alumno psicópata de irrumpir en un instituto y aliviar el cargador de un fusil. El síndrome al que me refiero es más pacífico y consiste en abandonar todas las ocupaciones y correr como un loco (como alma que lleva el diablo, se decía antes) en cuanto un rayo de sol rompe el espeso nublado y forma una tibia y desangelada solana. ¡Y pobre de aquel que se interponga y nos robe la ligera reverberación! A mí, por ejemplo, nunca me ha gustado exponerme al sol por lo que la reacción es aún más rara y patológica. Pero así es, el largo otoño y el larguísimos y húmedo invierno está transformando no sólo los hábitos sino los mecanismos psíquicos, y el sol, ese viejo y achicharrante compañero, coautor de tantas quemaduras y tabardillos, ha renovado su poder mitológico entre los granadinos y andaluces con el mismo rigor con que se impone en el extremo nórdico de Europa.

Y empiezo a sospechar que ese cosquilleo que siento a veces en el fondo de la memoria no es otra cosa que una colonia de musgo que florece en los parajes más boscosos del alma.Y qué decir, en fin, de la pérdida de la sombra, esa fiel compañía que sigue a los hombres en el sur de de España y que, desde hace meses, ha desaparecido o es una tenue e imperfecta reproducción de las viejas, solemnes y nutridas sombras.

¡Qué cansancio de lluvia! La lluvia, como nadie ignora, está hecha de un material muy dúctil y se presta a todo tipo de paradojas. ¿Cómo podemos llevar meses padeciendo la humedad y con el alma llena de líquenes y champiñones y que las compañías del agua aún nos cobren un recargo por la sequía? Ya es casualidad, como ayer publicó nuestro periódico, que cuando por fin tenemos llenos hasta el borde uno de nuestros pantanos, el de Quéntar, se estropee la conducción y el líquido no llegue a la planta de tratamiento. ¡Y no llegará hasta dentro de tres meses! Y mientras las empresas privadas que gestionan siguen bombeando de los pozos, lo que asegura el cobro del dichoso canon. Nunca hemos sido más islandeses que este invierno.

Tengo una sospecha: no dejaremos de pagar el canon de sequía. ¿No es lógico que cuando se recomponga la tubería, en primavera, deje de llover? ¿Y entonces, qué pasará con el recargo?

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