AUNQUE sigue pendiente la justísima reclamación de IU y el partido de Rosa Díez para que se cambie el sistema de reparto de escaños en el Congreso (ambas formaciones tienen muchos más votos que representación en la Cámara), las actuales mayorías parlamentarias se disponen a reformar la Ley Electoral en una dirección, en general, positiva.

Es positivo, en efecto, poner todas las dificultades posibles a la concurrencia a las elecciones de candidaturas proetarras y posibilitar la pérdida de escaño a los cargos públicos ya electos vinculados al terrorismo (ver editorial de este periódico); hacer que los españoles residentes en el extranjero puedan votar en urnas instaladas en los consulados en vez de por correo, prohibir las abusivas inauguraciones de obras durante la campaña electoral y reducir en un 15% el gasto que en ella pueden realizar los partidos.

Hay un aspecto de la reforma que quiero subrayar porque trata de dar respuesta a un elemento cancerígeno de la democracia: el transfuguismo. Es cancerígeno porque daña gravemente la salud del sistema y porque devora la credibilidad de los políticos. Cuando un cargo público se vende o se alquila para alterar el resultado de unas elecciones votando lo contrario de lo que le mandaron sus electores (por ejemplo, aliándose con un partido adversario al suyo para hacerle perder una alcaldía o la presidencia de una comunidad autónoma), la voluntad popular queda burlada. Generalmente, por un interés material ilícito. Con corrupción, vamos.

Si éste fuera un país normal, bastaría un pacto de honor entre todos los partidos democráticos para castigar a los tránsfugas y no beneficiarse de ninguno de ellos. Pero existe el Pacto Antitransfuguismo y cada partido lo incumple cada vez que la acción de un tránsfuga le favorece. De modo que no hay más remedio que obstaculizar estas prácticas mediante la ley. Es lo que se va a hacer con la reforma.

¿Cómo? Obligando a que cualquier moción de censura contra un alcalde que vaya firmada por concejales tránsfugas necesite para salir adelante que sea apoyada por una mayoría especial reforzada: se exigirá un voto más por cada edil tránsfuga. Si la mayoría normal para cambiar de alcalde son, por ejemplo, 11 concejales, pero en la moción participan dos tránsfugas, hará falta una mayoría de 13. En resumen, se trata de eliminar los efectos del transfuguismo hurtándole al tránsfuga el poder decisivo que le conceden las circunstancias de cada ayuntamiento y su propia sinvergonzonería. El voto del tránsfuga se neutralizará. Ni dará ni quitará mayorías.

Mientras no se consagre como hábito democrático tendrá que ser la ley la que envíe a los tránsfugas al desván de la política.

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