La chauna

José Torrente

torrente.j@gmail.com

Trolls

Insistirán una y otra vez con el trompeteo constante de sus desvergüenzas, pero les acabará matando ser ignorados

En las redes sociales hay un mundo construido con más mala leche que imaginación junto a nuestro mundo real, ese que toma café cada mañana, va a la compra o visita una biblioteca. Es todo un ejército de anónimos adoctrinadores de la mala baba dedicados a embarrarlo todo desde su irrealidad virtual, sin recato.

Secuestran la realidad explícita que nos rodea y se construyen su edén virtual, o quizá un infierno, dependiendo del nivel de odio que ampare al tecleador. Lo curioso de esto es que estos trolls, sus animadores y demás pillatigres, saltabalates de su propia indolencia, en su mayoría imberbes aún para tal desenfunde biliar, escriben con la bilis puesta en el primer folio para no perder la referencia. Deletrean un odio que no serían capaces de transmitir en la conversación cara a cara con quien intentan ofender o maltratar. Son así de valientes. Tanto que se esconden al paso para no dejar pistas de su presencia. Son de esos tipos que ganan valentía cuando la distancia es muy larga. La pierden en el mano a mano. Se hacen pis cuando los miras a los ojos.

Los trolls son ese ejército cobarde que desenfunda siempre en dirección al daño. Es algo parecido a un batallón de zapadores informáticos dispuestos a disparar desde la trinchera del anonimato escribiendo esas medias verdades enfundadas con insultos, manipulando la realidad con el colorido mensaje, dando bocados al rival con literatura y ortografía de todo a cien. Hacen esa labor de desprecio por encargo del líder, o para agradarlo. Procuran insultar bien, con gruesas maneras, para que su ruido no pase desapercibido. Algo que serían incapaces de hacer si el foco alumbrase su propia faz.

Son más bien torpes para esconder su verdadera identidad. No hace mucho que un insultador de los que se afanan en parecer guay cuando firma con su nombre real, un Robin Hood inverso sin nobleza ni remedio, apareció de pronto con nombre de mujer en el patio social, repartiendo mantecas a porrillo. Nada nuevo si no fuera porque olvidó algo: dejar el número de móvil desde el que tecleaba sus virtudes lingüisticas a pública disposición. Consultado el whatsapp, la foto del perfil correspondía al padre de la criaturita ya cuarentona. No, no era Filemón.

A los trolls les ayuda a sobrevivir encontrar quien les responda para afearles sus envíos. Es su primer logro: tener eco. A esos perfiles los mata la soledad, ser ignorados por la masa. Insistirán una y otra vez con el trompeteo constante de sus desvergüenzas, inaccesibles como se ven para el desaliento, pero les acabará matando ser ignorados. Porque la verdad no deberíamos debatirla ni juzgarla con quien no da la cara. Y usted que lo lea.

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