Turistas de la distinción

El turismo masivo alcanza su cénit en pleno verano. Corren malos tiempos para los turistas que buscan un halo de sutileza en sus viajes. Puede que todo esté perdido. O no tanto. Porque hay lugares en parte a salvo de las invasiones. Es el caso de la ahora ciudad 'cool' de Leeds, o de Zagreb o de Estambul, con sus peculiares museos de objetos. Nos cae mal el turista sibarita o engreído. Pero ocurre que ahí afuera, en mitad del verano cañí, lo que hay mayormente es muchedumbre y campos de concentración del placer, como llamaba Eugenio Trías a las playas llenas de bañistas.

Las revistas de viajes ya hacen distingos entre el turista del montón y el turista de la exquisitez. Hay a quien no le importa no educar el gusto, puesto que las vacaciones duran bien poco y no hay tiempo que perder en melindres. He aquí el turista masa, asiduo a los cruceros de tremebundas esloras, aquél que sólo busca relajo de sol y playa, no importa si por el Torremolinos de Pepito Piscinas o por Creta, en la playa de Matala, donde Zeus se quitó su disfraz de toro y fecundó a Europa.

Otros turistas, en cambio, sí valoran qué lugares hay que visitar. Suelen estar atentos a ciertos destinos más o menos sutiles o secretos o alternos. La ciudad inglesa de Leeds, otrora gris y fabril, es ahora un inusitado centro neocool, que ofrece entre otros alicientes eventos pop-up, cafés y restauración sofisticada. Para el turista cómplice, lo atractivo no es la llamada cool en sí, sino que sea la plomiza Leeds la que muestra cómo el aburrimiento puede llegar a convertirse en una idea estética de superación.

Para quienes buscan otras rutas europeas, Moldavia podría ser un punto de llegada y quién sabe si de no retorno por efecto de la más espirituosa tranca. Cuando no nos falta el vino nos falta la copa, decía Heinrich Böll. Pero en Cricova, a 15 kilómetros de la capital moldava, Chisinau, no nos faltará ni el caldo ni el cáliz. Bajo Cricova se extiende un enorme viñedo subterráneo sobre 120 kilómetros de túneles originales, construidos en el siglo XV y todo ellos jalonados por botellas (Luis Pancorbo nos habló de este periplo por los viñedos del subsuelo en su libro Del Mar Negro al Báltico).

El turista de la distinción no viaja a Croacia para visitar la ciudad-souvenir de Dubrovnik (ni siquiera sentiría interés en hacer la ruta de las 2.000 bombas que cayeron sobre murallas y tejados en la guerra con Serbia de 1991). Si lo hace, visitará Zagreb, la capital croata, pero con la mente puesta en un peculiarísimo museo dotado con valiosísimas obras de arte. Es aquí donde Cupido muestra sus tronchadas alas: el Museo de las Relaciones Rotas. El espacio está dedicado a los romances y amores acabados por falta de riego (el amor es una flor que crece sobre el abismo, decía Borges). El martirio de San Valentín se explicita a través de los objetos que las parejas finiquitadas han ido enviando al museo. En origen, todo fue idea de una ex pareja de croatas bien avenidos (el tal Drazen y la tal Olinka). Llenaron vitrinas y vitrinas con los exvotos de su desamor. Pero con los años fueron llegando más y más exvotos procedentes de los amores quebrados y repartidos por todo el mundo. El visitante ha de tomarse su tiempo. Uno no pasea por los restos del fracaso así como así. No faltan cucharas, despertadores, consoladores, tangas, móviles con sms de despechadas despedidas, cafeteras, libros, videojuegos, sujetadores, un hacha, zapatos, etceterísima.

Este museo de Zagreb nos invitará a visitar otro gran museo dedicado a los relicarios de los romances pasados. Pero esta vez el espacio se erige en homenaje al amor triunfal. Se halla en el viejo Estambul, en el maltrecho y sinuoso barrio de anticuarios de Çukurcuma. Dentro de un rojo caserón, planta por planta se preservan cientos, miles de objetos relacionados con la historia de amor vivida entre el obsesivo Kemal Basmaci y su prima Füsun.

El Museo de la Inocencia, que así se llama, es en origen una idea como de trasnsnovela escrita por el nobel turco Orhan Pamuk. Vitrina por vitrina, como capítulos de la propia obra, se guardan aquí todos los objetos que en su día tocó Füsun y todo lo relacionado con el Estambul vintage en el que discurrió esta estrambótica crónica de amor (por ejemplo, las tropecientas, miles de colillas de cigarro que fumó Füsun y que Kemal recolectó cual entomólogo). Decía el poeta checo Jeroslav Seifert que amaba tanto los objetos porque todo el mundo los trataba como si no tuvieran vida. En El Museo de la Inocencia tienen vida en la ficción y en la realidad, ese mismo trampantojo. A este museo hay que venir con la novela leída, como ya hacen, libro en mano, quienes hoy trasiegan por Çukurcuma por sus callejas y costanas.

El turista llegado a Estambul para conocer el museo pamukiano suele pertenecer al llamado turismo literario. Otra variante exquisita. Hay que andarse con cuidado cuando uno busca en una ciudad el trasunto fidedigno de un autor y de su obra. La decepción puede ser inolvidable (y diríamos que merecida a veces). Aún así, por arriesgar, podríamos recorrer la oscuridad porosa del París de Patrick Modiano, ingresar en los años también porosos de la Ocupación, hasta los más agitados del mayo del 68. Leer París, en fin, a través de las calles y bulevares y de las caras sin cara de sus personajes, como hace Fernando Castillo en su París-Modiano.

Hay quien elegirá viajar en el tiempo al Nápoles de la saga Dos amigas de Elena Ferrante, autora de moda últimamente. Otros preferiríamos acudir a las plantas casi abatidas de Villa Lampedusa, en Sicilia, en la que Giuseppe Tomasi di Lampedusa se inspiró para escribir El Gatopardo. Se sabe ahora que el palazzo amenaza desplome por indolencia general. El mundo de ayer del príncipe Fabrizio di Salina nunca deja de desplomarse.

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