La columna

Juan Cañavate

jncvt2008@gmail.com

Virginia

Seguimos con la duda de si podremos o sabremos vivir en el silencio que ahora llena la casa desde que ya no está

Con las primeras nieves y aprovechando los últimos días de noviembre, Virginia se ha ido dejando atrás un incomprensible bosque de silencio roto sólo por lagrimas furtivas y miradas tan cercanas y cómplices como su recuerdo; pocas palabras para hablar de lo que ya estaba escrito desde hacía tanto tiempo que casi lo habíamos olvidado.

Se ha ido en medio de un océano de olas calladas y tranquilas donde antes, apenas unos meses antes, había un vendaval de risas y de voces y de abrazos fuertes y arraigados como árboles eternos y frondosos de los que sólo viven en los sueños dulces de los inocentes, en sus sueños, en los de aquellos a los que ella fue queriendo en el camino.

Ahora, ya sin que las piernas duelan, de nuevo subirá, como otras veces, aunque esta suene a despedida, el bosquecillo de castaños de la Alhambra por el camino largo que llega a la dehesa y callarán, por esta vez, los mirlos a su paso, mientras irán cubriendo su frente transparente las hojas húmedas de los viejos olmos familiares.

Sin ruido, ella, que mandaba siempre su risa por delante, como un estandarte de batalla, -me río porque la risa es salud, lanza de mi poderío, coraza de mi virtud-, se ha ido dejando un bosque de silencio sobre las galerías de la vieja casa del Paseo de la Bomba, donde vivió tantos años de su vida como vivió los últimos: regalando su fuerza, su alegría, su inmenso amor a todo lo que hacía y luchando como los viejos héroes que van a la batalla, hacia la muerte tal vez, con una vieja canción en la garganta y con un grito de coraje y valentía para llegar hasta el final.

Se ha ido y ha dejado huérfanas la cal de los revocos y las tapias, los mampuestos, los sillares y la teja curva, los arquitrabes y los calicastros y ¿qué será de ellos sin su cuidado, sin su mirada atenta? ¿Qué será de nosotros sin su risa, sin su voz cruzando los pasillos, subiendo a las terrazas, bajando a los aljibes, recorriendo murallas y castillos que quedarán tan sorprendidos del silencio como nosotros mismos cuando pase ya algún tiempo?; ¿no oís que no se oye? Y a pesar de que sabíamos que tenía que irse, seguimos con la duda de si podremos o sabremos vivir en el silencio que ahora llena la casa desde que ya no está.

Y es que se ha ido mientras la lluvia volvía a llenar las acequias y a mover las ruedas de las almazaras y a dejar manchas de verdín en las viejas ruinas que tendrán que esperar sin esperanza a que vuelva para cuidar sus piedras. Esas que ella bien sabía que aguantarían cuando no estuviese. Así que si queréis verla o escuchar su risa, ahora que se ha ido, buscadla en los tapiales y en los ripios y en la mampostería con la que construyó aquellas cosas que amó.

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