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Luis Chacón

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'Casablanca' ha trascendido en el imaginario hasta convertirse en un icono de amor, amistad y valentía

Hay películas que envejecen antes de su estreno y otras, como Casablanca, que se engrandecen conforme pasan los años. Cuando varias generaciones disfrutan de una obra de arte sea cual sea su realidad vital y el momento histórico en el que se sitúe, estamos ante un clásico. Casablanca es inmortal porque es más que una hermosa historia de amor entre un buscavidas americano y una bellísima joven noruega de nombre Ilsa, con el insustituible escenario de un París en el que los alemanes vestían de gris y ella de azul mientras, acompañados por el piano de Sam, apuraban el champaña en La Belle Aurore. Es más que un melodrama propagandístico porque la guerra sólo es una lejana referencia. Y es más que una obra maestra del cine porque ha trascendido en el imaginario hasta convertirse en un icono que nos habla de amor, amistad, valentía y entrega.

El mundo ha cambiado mucho en estos 75 años que celebra la película de Michael Curtiz, pero sigue sufriendo guerras, dictadores, oportunistas y colaboracionistas de todo pelaje. Siempre hay mayores Strasser que quieren imponerse al mundo a sangre y fuego; Ugartes a los que despreciar si alguna vez dedicáramos un minuto a pensar en ellos, lamebotas para cantar a coro con los liberticidas y Ferraris a los que sólo interesa su negocio aunque el mundo se hunda bajo sus pies. Aún hoy, seguimos viendo el sufrimiento de los refugiados que buscan un hogar, sean los ancianos Leuchtag o Jan y Annina, los jóvenes búlgaros a quienes un sentimental Rick salva de las garras del cínico capitán Renault, siempre con una frase ingeniosa en los labios y un olfato especialmente educado para saber de dónde sopla el viento favorable.

Pero el mayor valor de Casablanca es el canto a la libertad que transmiten esa amalgama de héroes anónimos de la Resistencia que caen abatidos bajo una imagen del traidor e indigno mariscal Pétain, de quienes, llamándose Carl o Berger, se juegan la vida a diario luchando por la libertad o renuncian a todo para permitir que Victor Laszlo, el líder necesario, pueda tomar el avión de Lisboa. Cuando Laszlo ordena a la orquesta: toquen la Marsellesa y un leve gesto de Rick asiente a los músicos, un emotivo canto a la libertad acalla el guirigay de la brabucona muchachada nazi. Un coro de ciudadanos libres entona la Marsellesa y silencia a quienes quisieron sojuzgar Europa. Sólo por esa escena Casablanca será eterna.

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