LA Junta de Andalucía ha sido comedida en su "política exterior". Pongo las comillas porque, en puridad, no debería haber en España más política exterior que la del Gobierno de la nación, que representa y defiende, con mayor o menor éxito, los intereses de todos los españoles, vivan donde vivan. Pero las ínfulas de ciertas comunidades autónomas y el afán identitario y diferenciador de los nacionalismos ricos ha dado al traste, también en esto, con la racionalidad: ya hay embajadas de Cataluña y del País Vasco , y el fenómeno va a más.

Andalucía, por fortuna, no tiene embajadas en el extranjero, ni falta que le hacen. Las embajadas andaluzas son más bien internas, valga la paradoja. Consisten en la inflación de sus estructuras territoriales más allá de lo necesario. Cada consejería ha creado ocho delegaciones, una por provincia, a las que hay que sumar las delegaciones provinciales de empresas públicas y otros organismos. El poder autonómico ha querido hacerse visible y presente en todas partes, y con todos sus avíos: funcionarios, asesores, coches oficiales, escoltas, tarjetas de crédito y, en fin, cualquier aditamento que evidencie su capacidad de representación.

Como no siempre, ni mucho menos, esta extensión del poder lo hace más cercano y accesible a los ciudadanos, hay que sospechar que su finalidad no declarada es la de mostrarse en todo su apogeo. Aquí hay quien confunde la dignidad de un cargo con el boato y la parafernalia de la que se rodea quien lo ejerce temporalmente. Esta práctica, que ni siquiera la excusa de la seguridad permite ya justificar, es rechazable en cualquier circunstancia y decididamente pésima en tiempos de crisis, cuando la gente que lo pasa mal se vería reconfortada si las autoridades dieran muestras de austeridad y contención.

Con esta multiplicación institucional, además, la Junta ha vulnerado el Estatuto de Autonomía durante un cuarto de siglo. Artículo 4 del Estatuto aprobado en 1981: "En los términos de una Ley del Parlamento andaluz y en el marco de la legislación del Estado, la Comunidad Autónoma articulará la gestión ordinaria de sus servicios periféricos propios a través de las Diputaciones Provinciales". Aprovechar las diputaciones como brazo institucional de la Junta en cada provincia hubiera sido menos gravoso y tan eficaz -o ineficaz, según se mire- como montar más de cien delegaciones provinciales de las consejerías. Avergonzados o cínicos, los impulsores del nuevo Estatuto de Autonomía han borrado del mapa ese artículo, que habría evitado, de cumplirse, el desprestigio actual de las corporaciones provinciales.

Así pues, no tenemos embajadas al estilo de Ibarretxe o Carod Rovira, pero sí consulados interiores a la mayor gloria de quienes los ocupan. ¡Con el juego que habría dado un buen diputado provincial!

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