EN los últimos días hemos podido conocer dos casos de empresarios que han tratado de borrar las huellas de un accidente laboral sufrido por un empleado inmigrante. Uno de ellos sucedió en Maracena, Granada, en 2005, cuando un joven de veinte años de nacionalidad boliviana perdió la vida al caer por el hueco del ascensor que construía. Los empresarios de la obra limpiaron las huellas de sangre con la intención de evitar un escarmiento judicial. La sentencia, que se ha conocido esta semana, condenó a ambos implicados a dos años de prisión como responsables del siniestro, aunque ninguno irá a la cárcel por ser inferiores las penas a veinticuatro meses.

De nada ha servido que en la sentencia quedara acreditado que la empresa trataba de forma distinta a trabajadores nacionales y extranjeros al tener éstos últimos horarios diferentes y trabajar hasta en días festivos en condiciones de explotación. Se añade inhabilitación para el ejercicio de la profesión de constructor durante el tiempo de la condena y el pago de una multa de 6.000 euros. Sin embargo, han sido absueltos del resto de delitos contra la seguridad de los trabajadores, el de homicidio imprudente, omisión del deber de socorro y el de encubrimiento por parte de otros cuatro acusados.

La otra historia que ha conmocionado a la sociedad es la del hombre de treinta y tres años, también de nacionalidad boliviana, que vio cómo su brazo era amputado por una máquina, luego cómo su jefe tiraba el brazo a la basura y después cómo lo abandonaba a él en la calle mientras se desangraba. Mal empieza un caso que se ha hecho público casi tres semanas después de haber sucedido. Peor cuando la empresa, una panificadora de Gandía, Valencia, se ha saltado los precintos policiales para seguir amasando pan. Resulta aberrante, puesto que, hasta donde se sabe, en dicha empresa trabajan al menos seis o siete inmigrantes más.

Ahora vendrán las investigaciones, lentas. Las versiones del empresario español, que de momento acusa al trabajador inmigrante de mentir y de estar ebrio en el trabajo. Nada justifica que tirase el brazo a la basura sabiendo que los avances médicos permiten a veces la recuperación de un miembro amputado hasta lograr movilidad. Este acto no sólo revela racismo, xenofobia, etnocentrismo, clasismo y todos sus derivados al repudiar a una persona por el tono de su piel, su lenguaje, cultura, comportamiento, religión o creencia. Creerse superior, violar los derechos humanos y explotar a seres como esclavos es un acto criminal. Que queden impunes los culpables de tratos tan aberrantes en una sociedad permisiva y de inspección tan laxa es responsabilidad de la Administración, que debe resarcir a estas personas de manera justa. Lo ridículo de este caso es que sus responsables comían el pan que este inmigrante hacía con sus propias manos.

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