EL Gobierno no tiene un respiro. Mientras la congelación de las pensiones contenida en el decretazo puede ser revocada por el Congreso, la reforma laboral que también se ve obligado a sacar adelante por decreto amenaza con agrietar definitivamente sus relaciones fraternales con los sindicatos. La huelga general ya no es un fantasma, sino una probabilidad.

Vamos por partes. Todos los grupos parlamentarios, salvo el socialista -naturalmente-, votaron en contra de que se congelen las pensiones en 2011, así en el Congreso como en el Senado. Lo hicieron mediante mociones cuya significación política es evidente, pero sin efectos prácticos (igual que las aprobadas para eliminar varios ministerios). El Gobierno se las salta, y aquí paz y después gloria. Como no hay mayoría parlamentaria alternativa, su continuidad no corre peligro... a la espera de lo que pase con los presupuestos.

El problema es que ahora la oposición ha articulado iniciativas parlamentarias de mayor calado y consecuencias: proposiciones de ley. Si se aprueban, el Ejecutivo deberá dar marcha atrás en la congelación, liquidando una parte básica de su programa de austeridad. Dos de estas proposiciones, del PP y de ERC-IU, proponen un punto único: someter a derogación el artículo 4 del decreto y dejar así sin efecto la congelación. Otra, firmada por los partidos más asequibles para respaldar los presupuestos de 2011 (CiU, PNV, canarios y navarros), exigen la convocatoria del Pacto de Toledo para lo mismo, para que se cumpla el principio inamovible del "mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones".

Con todo, la posición del Gobierno será todavía de mayor debilidad cuando, el próximo día 16, se vea obligado a aprobar por decreto la reforma en el modelo de relaciones laborales, una vez convencido de que no habrá reforma pactada por patronal y sindicatos. Por más vueltas que se le den y más matices con que se adorne, la reforma se encauza en un sentido bien concreto: más facilidades para despedir trabajadores y despidos más baratos. Con ello se trataría de detener la destrucción de empleo y determinar las condiciones laborales en función de la situación de cada empresa.

Son fines loables y medios probablemente imprescindibles. Pero colisionan frontalmente con los planteamientos de las centrales sindicales. Si con el pensionazo Zapatero se enajena las simpatías del colectivo social que ha estado mimando más desde que llegó al poder, con la reforma laboral se va a granjear la abierta hostilidad de la institución social organizada más activa de las que ha incorporado a su proyecto autotitulado progresista. Quizás CCOO y UGT fracasen con su huelga general, pero su sola convocatoria es ya un palo insoportable para el presidente. Otra derrota.

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