ESTA columna debería ser un homenaje a uno de los personajes más íntegros y fascinantes del siglo XX. Víctima, testigo y protagonista de los totalitarismos, primero, y después de su traumática superación, hechos ambos que moldearon tanto su personalidad como la actual Europa. Y por eso mismo una de las mentes más lúcidas a la hora de interpretar la construcción del espíritu europeo, ese que ahora, corto de memoria, se deja comer el terreno por los populismos que contienen la semilla de esos totalitarismos que creíamos superados. Su muerte tal vez signifique el fin de una era.

Vivió el exilio, la clandestinidad, la militancia, el desencanto, la disidencia, la ruptura, la denuncia y ejerció el poder como ministro de uno de los gobiernos de Felipe González, sin ataduras ni revanchismos, pero también sin complacencia y sin miedo al enfrentamiento, con honestidad, sin pelos en la lengua. Autocrítico y sagaz, Jorge Semprún se desprendió del rencor a pesar de haber sufrido los rigores del nazismo en carne propia en el campo de concentración de Buchenwald, un hecho que marcó su obra literaria y su pensamiento. Su talla moral y su compromiso con la dignidad le llevó a ejercer el cargo de ministro como muy pocos. Dicen que la esencia del poder se manifiesta por su ejercicio caprichoso y arbitrario, y eso es justo lo que trató de evitar a toda costa durante los años en que dirigió el ministerio de cultura. Lo contrario de lo que hacen los jefecillos de medio pelo que hoy sufrimos en las administraciones.

Si yo tuviera solo una parte de su talla intelectual y la mitad de su elegancia, esta columna acabaría aquí, pero como no tengo ni una cosa ni la otra, su fallecimiento aún me hace ver con más claridad el contraste entre su valía y la cobardía de los burócratas y politicastros a los que detesto y a los que me dirijo en primera persona.

A los que os reservan la silla, a los que sabéis medrar y abriros paso a codazos para salir en la foto, a los que todo lo veis y nada se os escapa porque otros rastrean para vosotros; a vosotros chupatintas, yo os detesto. Y os aniquilaría si dispusiera de un poco del veneno que guardáis en vuestros colmillos. Porque os detesto. Es posible que os haya sonreído alguna vez tratando de ocultar una de las pocas certezas que tengo: que no sirvo para este mundo hediondo de hipócritas y rastreros, de competidores y trepas, de gusanos y ciegos selectivos, de víboras, mediocres y alimañas capaces de dar la palmadita en la espalda con una mano mientras afilan su cuchillo para apuñalarte con la otra. Yo os detesto.

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