La chauna

José Torrente

torrente.j@gmail.com

La estación

Habría soluciones para la integración tantas como imaginación y sensibilidad se le hubiera pedido al diseñador

Demoler una histórica estación de ferrocarril de más de un siglo de antigüedad, sin más aviso que poder visitar sus escombros, pareciera una pesadilla más que una realidad. Ha sucedido en Loja, por sorprendente e inaudito que nos parezca. La prepotencia del poder ha vuelto a jugársela a escondidas a la razón, a ejercer su vanidad con el único y lamentable fin de demostrar su vigor. Mal ejemplo es ese de llamar a la democracia sólo cuando les interesa.

Quien haya ordenado la demolición ha demostrado una escasa sensibilidad histórica y social. No hay mejora técnica que pueda invadir el peso de los recuerdos, ni justificante técnico que obligue a enterrarlos. Hay diseños tan modernos que deberían prohibirse si con ellos hay que borrar también la historia que atesoran.

El ferrocarril es ese lugar que la literatura y el cine han descrito o fotografiado con riqueza léxica, belleza romántica y recuerdos sonoros; es el medio de comunicación que ha sido testigo de cómo de difícil fue construir el progreso social tras el lamentable Estado que dejó en España el paso de una guerra. El ferrocarril era el tren que permitió al hambre empaquetada en un hatillo, ir a buscar el pan y volver con las habichuelas ganadas a compartir con las raíces de la tierra propia el esfuerzo común y lejano.

Una estación de tren es el gen que necesitan los recuerdos para no olvidar jamás lo duro que fue separarse de lo más querido; o cómo de alegre era volver (no siempre se volvía) al lugar de salida. Una estación como la de Loja, del siglo XIX, era un mosaico de lágrimas y abrazos sellados por la historia, de besos y despedidas viendo partir la desesperación y el desarraigo. Tal y como lo fue de tantas bienvenidas al progreso que dieron a Loja peso como ciudad primera del Poniente granadino. Esa estación no merece morir arrastrada por una retroexcavadora que la fulmine de la memoria en dos horas de aciago recuerdo.

La solución del progreso no puede apagar las emociones del tiempo más cercano. Buscar la justificación en la necesidad es obviar y tapar con planos de un oscuro despacho el verdadero afecto de quien hizo de esa estación de tren el icono de la búsqueda de libertad.

Habría soluciones para la integración tantas como imaginación y sensibilidad se le hubiera pedido al diseñador. En Baza y Caniles ha sido posible, no para fulminar la historia sino para buscarle utilidad a su recuerdo. Tiene que haber remedio para la afrenta. Las disculpas del poder serán ciertas si se repone la historia al exacto edificio que demolió una estulta mano de quien no entiende lo que significa respetar la memoria de los lojeños. Ya están tardando.

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