Muchos dictadores del siglo XX fueron hombres ridículos, de naturaleza patética quiero decir, Franco y su culo mesopotámico del que se reían los africanistas, su vocecita de contratenor; Hitler y sus delirios de joven desgraciado de las trincheras de la Gran Guerra; Mussolini y sus gestos de chulo italiano, y Stalin... bueno, Stalin era un hijo de puta integral, con su bigote y su cuerpazo de bandolero georgiano, aunque su madre vistiera de luto. El aspecto somático que más me inquieta de Donald Trump no son sus estucos dorados; su boca insignificante; su relación hacia las mujeres, incluida la propia, o el algodón de feria que lleva como tocado; no, me preocupa su firma. No sé si se han fijado en su rúbrica, pero es el sismógrafo de Fukujima, un acordeón violento, la quiebra de dos placas tectónicas, una montaña rusa estreñida, alguien con demasiada prisa. Trump sabe qué hace, mantener alta la audiencia, gobernar a golpetazos de impulsos en Twitter; antes de que la primera tanda de opinadores haya agotado el tema, el presidente de los EEUU sorprende con otro notición, dos iraquíes devueltos, el muro más grande, la tortura redimida por su utilidad, pero no olviden que la ridiculez no es incompatible con la maldad, Hanna Arendt lo explicó mejor al hablar de la banalidad del mal. Quiere a Israel, no a los judíos.

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