Paisaje urbano

Eduardo / osborne

La guerra interminable

EN este medio julio de calor inhumano no suele faltar el debate sobre la guerra civil, este año además con el motivo añadido de cumplirse ochenta años de la sublevación militar que la propició, con todo lo que vino después. En medio de tantos mitos e historias como nos cuentan unos y otros desde sus puntos de vista subjetivos y encendidos, yo propondría como obligatoria la lectura del prólogo de A Sangre y Fuego de nuestro Manuel Chaves Nogales, quizá lo mejor que se ha escrito sobre la materia y emblema de la llamada tercera España, como elemento superador de tantas disputas y rencillas. No me harán caso, entre otras cosas porque la Guerra (así, a secas) sigue estando muy presente en nuestro imaginario colectivo, actúa como elemento legitimador de posiciones rupturistas y en demasiadas ocasiones sigue siendo argumento político eficaz que utilizar contra el adversario.

Todos, en mayor o menor medida, tenemos relación con ella, y de alguna manera condiciona nuestro pensamiento. Si un tío abuelo mío, pongamos por caso, fue derribado y muerto en el 36 por las brigadas internacionales, eso me crea una tendencia natural a aceptar o disculpar con los argumentos recurrentes que ponen el alzamiento como la única alternativa viable a la deriva radical y prosoviética de la República. De la misma forma, cualquier persona a la que los nacionales, durante la contienda o en los duros años de represión posteriores, le hubieran asesinado a un familiar y echado a una fosa común de la que pasados los años aún no tenga noticia, es lógico que cuanto menos solicite el enterramiento digno de su antepasado, y el Estado se obligue a satisfacerlo utilizando para ello los medios eficientes a su alcance. Es lo que demanda el sentido común, y debiera ser norma en toda sociedad civilizada.

Lo que ya no es tan común ni razonable, y excede de este justo deber de reparación, es aprovechar el argumento de la Guerra para articular un discurso nuevo ajeno a la realidad de los hechos ocurridos, atropellando si viene al caso el honor y la honra de personas honestas que ya no pueden defenderse, arrogándose una posición de superioridad moral por mera cuestión de bando. Y después nos quejamos de la cantidad de películas prescindibles que nos cuelan con el pretexto de la revisión de la historia, o de los miles de libros vendidos por Pío Moa, que no se sabe que es peor.

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