bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

El internado

LOS dominicos de Almagro, en cuyo colegio estuve prisionero cuatro años, me enseñaron gregoriano, a estudiar, a vestirme debajo de la colcha de la cama para no despertar la lascivia de mis compañeros, a traducir latín, a aguantarme el hambre y a prescindir de la vida interior, que nunca he recuperado del todo. Porque empecé por mantener la mente en blanco durante la misa, el rosario y la media hora de meditación diarias y terminé por conservarla en standby de forma permanente. No tener vida interior es estupendo durante la adolescencia, en los campos de concentración y en la hora crepuscular de la jubilación, porque jamás te aburres. A los dominicos debo, también, la lectura del Quijote y de las vidas de santos de La Leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine. Con un criterio de selección extraño, nada más llegar al colegio, me hicieron sacristán. Yo no había dado señal alguna de piedad. De hecho en los cuatro años que estuve preso en el internado, no sentí la presencia de Dios nada más que en cuatro ocasiones. Siempre en Viernes Santo y siempre a las siete de la tarde. Todavía no tengo muy claro si la visita del Señor, iluminando fugazmente el páramo de mi raquítica vida interior, los cuatro Viernes Santos que pasé en el internado, se debió al ayuno obligatorio que padecíamos ese día los colegiales o a las palabras que el director espiritual, el padre Ramón Fernández de Almagro, O.P., repetía un Viernes Santo tras otro en la meditación vespertina.

Sea por el hambre o sea por el sentido cabalístico que yo le daba a la frase del fraile, "sacerdote igual a espíritu, espíritu igual a ángel luchador", el caso es que ese día y a esa hora, me tomaba como un desfallecimiento que me duraba hasta que, a las nueve de la noche, terminado el ayuno, nos embuchábamos cada colegial una perola de sopas castellanas que alejaban a Dios y al hambre con una eficacia notable.

Como no aprendía a ayudar a misa, me destituyeron y me hicieron bibliotecario.Comencé leyendo los libros prohibidos, que estaban guardados, bajo llave, en una alacena protegida con tela metálica y terminé recreándome en la delgadez extrema de la figura de don Quijote de los grabados de Gustavo Doré. Allí aprendí algo que Rouco Valera no sabe todavía: que si obligas a un niño a estudiar la asignatura de religión, termina odiándola. Creo que pretende el cardenal que se restablezca una asignatura obligatoria alternativa a la clase de religión. Los laicos han puesto el grito en el cielo. Equivocadamente: la imposición suele alumbrar florecientes y misioneras generaciones de ateos.

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