El lanzador de cuchillos

La librería

A 'Lagun' se la intentó cargar el franquismo, pero quien más empeño puso en liquidarla fue el terrorismo nacionalista de ETA

LAGUN ha cumplido cincuenta años convulsos. Que, en tiempos de amazon y megastores, un pequeño establecimiento dedicado a la venta de libros haya alcanzado medio siglo de vida es, de por sí, meritorio, pero la supervivencia de la librería que fundaron en 1968 María Teresa Castells e Ignacio Latierro es un hecho que roza lo milagroso. Porque, como dijo en una ocasión Raúl Guerra Garrido, a quien tuve la oportunidad de conocer en el homenaje que un grupo de amigos hicimos a Maite Pagaza en el Kursaal de San Sebastián, "el País Vasco tiene un récord insuperable: aquí está la librería más bombardeada de Europa".

Efectivamente, a Lagun (equivalente eusquérico del ruso tovarich) se la intentó cargar el franquismo, que encarceló a su propietaria, y en la Transición sufrió los ataques violentos de la extrema derecha; pero quien más empeño puso en liquidarla fue el terrorismo nacionalista de ETA. Desde 1983 fueron incontables las veces que individuos encapuchados pintaron y rompieron los escaparates o lanzaron al viejo local de la Plaza de la Constitución, en el corazón de Donosti, botellas incendiarias. Cuando, en septiembre de 2000, ETA le pegó un tiro en la boca a José Ramón Recalde, marido de María Teresa Castells, Lagun pareció echar definitivamente el cierre. Pero sus propietarios, viejos resistentes, no cedieron a la asfixiante presión etarra. Apenas un año después del atentado, la nueva Lagun abría sus puertas en otra ubicación, la calle Urdaneta, alejada de la bronca, la estética borroka y el clima espeso de la Parte Vieja.

El día de la reapertura -me contaba mi amigo Sandalio Landaríbar- había decenas de personas haciendo cola en la calle; la gente se llevaba los libros a pares, se agotaron las existencias. Comprar libros se había convertido en un acto militante y una simple librería en el símbolo del coraje cívico y el compromiso democrático.

En mis frecuentes viajes a San Sebastián siempre me pasaba por Lagun. Me gustaba hojear los libros y pensar que mi presencia, como la del resto de clientes, arropaba a aquellos libreros que se veían obligados a vivir con escolta. Un día, venciendo mi natural timidez, me acerqué a Ignacio, que repasaba los números en un despachito y le dije que no estaban solos, que éramos muchos los que les protegíamos. Él me lo agradeció con una dedicatoria emocionada en un libro que no consintió que pagara. Al despedirme, deseando a Lagun larga vida, pude percibir un fondo de tristeza en la mirada de aquel hombre digno y decente.

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