Opinión

José Abad

Se nos murió Rafael...

EMPECEMOS con una anécdota: en el año 2000, Alicia Luna publicó un libro de entrevistas realizadas a una veintena de guionistas españoles, a quienes invitaba a hablar de la trastienda de la profesión y sus métodos de trabajo. No podía faltar Rafael Azcona. No obstante, en el capítulo que se le brindaba tropezamos sólo con la perplejidad de la autora dando cuenta de cómo el escritor se había escamoteado de -eran sus palabras- "la tortura de ser entrevistado". Azcona se prodigaba poquísimo y durante décadas fue un hombre invisible en el cine patrio. Su nombre se proyectaba en los créditos de infinidad de películas (muchas, capitales), nuestros mejores cineastas requerían sus servicios, pero nadie podía asegurar con exactitud qué cara tenía. Se le vio en algún programa de televisión, al que acudía para charlar, más bien; no para contestar preguntas. Ya no podremos verlo ni siquiera de esa manera: se nos murió el lunes pasado, en Madrid, y ayer fue incinerado.

Azcona comenzó en el cine como comenzaron otros escritores, adaptando una obra suya, pero al contrario de la mayoría, ahí se quedó. La culpa fue de Marco Ferreri y Luis García Berlanga. El primero lo convenció para que colaborara en el libreto de El pisito (1958), adaptación de la novela homónima de Azcona, una tragicomedia negra, como todas las suyas, en la que un pobre hombre decidía desposar a una anciana con la esperanza de heredar su piso, a su muerte, y poder entonces casarse con su novia de toda la vida; en fin, una manera oblicua, pero cáustica, de meter los dedos en la llaga del españolito crucificado en la égida franquista. Los resultados fueron tan satisfactorios que Ferreri insistió en adaptar otro texto, su cuento Paralítico, que convirtieron en El cochecito (1959), una alegoría a propósito de un anciano que se compra un coche de inválido para estar cerca de sus amigos, tullidos todos ellos. Si había alguna posibilidad de que Azcona volviera a sus fueros, la entrada en escena de Berlanga la mandó al garete. Junto al valenciano, Azcona formó un tándem irrepetible, que se estrenó con dos Obras Maestras del humor hollín, Plácido (1961) y El verdugo (1963), y continuó a lo largo de más de veinte años aireando las malaventuras de esta España nuestra y colocando bajo la lente de aumento de la comedia las malandanzas de nuestros paisanos, que son nuestras miserias, oiga, las nuestras; ahí están ¡Vivan los novios! (1969), Tamaño natural (1973), La escopeta nacional (1977), etc.

No hace mucho, el mundillo editorial recuperó algunos libros de Azcona descatalogados desde hacía lustros (El repelente niño Vicente, entre otros) que vinieron a confirmar lo que sospechábamos: el lugar de Rafael Azcona no estaba ni estará en la Historia de la Literatura, sino en la del Cine Español. Aquí, su influencia ha sido tan decisiva que cabe afirmar, sin riesgo de exageración, que sería impensable sin su concurso. Descanse, para siempre, en paz.

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