Esta boca es tuya

Antonio Cambril

cambrilantonio@gmail.com

El nombre de los muertos

He tardado más de cuarenta años en escribir esta columna: los transcurridos desde la muerte de mi abuelo Francisco hasta hoy. Mi abuelo fue detenido en Ceuta al comenzar la Guerra Civil y sentenciado a siete años de cárcel y a otros tantos de destierro. Su peor pena, sin embargo, fueron los numerosos simulacros de fusilamiento que le permitieron conservar la vida y perder la razón. Pasó los últimos años dando vueltas al comedor de la casa con la cabeza gacha, las manos entrelazadas tras la espalda y la mirada de un animal enjaulado mientras despotricaba del Régimen y otros miembros de la familia trataban de hacerle bajar la voz o reducirlo al silencio. Desde el día en que murió se habló poco de él en casa.

Convencida de que lo que no se enuncia no existe, mi madre recordaba gozosa cómo era capaz de comerse unas migas con guindillas picantes a las cuatro de la madrugada, pero esquivaba cualquier alusión a su condena política. Siempre desaprobé aquel desapego, hasta que comprendí que la movía el miedo, que no hablaba de uno de los seres que más quería para resguardar a sus hijos. La ignorancia era mi protección. Y así sucedió hasta años después de morir Franco.

Ayer recordé al abuelo Frasquito contemplando el memorial erigido a los fusilados junto a las tapias del cementerio. Coincidí con un anciano que aseguraba no haber visitado jamás el lugar por miedo a emocionarse (pero yo intuí otro miedo), y al que cada poco se le quebraba la voz mientras salmodiaba "le estoy dando a usted la mañana". Señaló los nombres de su padre y de su hermano (fusilados con 40 y con ¡15! años), no hizo una sola reflexión ideológica y refirió que había educado a sus hijos en colegios religiosos. Después se rompió.

Como aquellos a los que un psicólogo o un incidente imprevisto hacen aflorar el más terrible de sus traumas infantiles, reventó a llorar, derramó delante de un desconocido las lágrimas que reprimió toda la vida. Y tuve la impresión de que en ese momento enterró su miedo, enterró a su padre y enterró a su madre, esa que, como tantas otras, impuso un silencio férreo, esa que siempre salía llorada de casa, esa que jamás pudo descansar ni despedirse con unas flores de su marido. El memorial, grandioso en su sencillez, es una catarsis. Y cada nombre, una tumba. La memoria ha vencido a las balas. La justicia, al silencio. ¡Por fin!

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