Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

La parábola de la hucha

A unos días de que se generalice la pandemia de las compras, y con una intención meramente sociológica, conviene hacer un elogio del comercio tradicional frente al masificado. No es una cuestión de precio ni de ofertas sino de antropología comparada, de reconocimiento de los orígenes y de regreso al pasado. Lo contaré mediante una anécdota que es casi una parábola bíblica. Fui a la tienda de discos de mi amigo Francis, cerca de la plaza de Bib-Rambla, tan tradicional que en vez de un nombre enfático y sonoro ha elegido el mucho menos ponderativo (pero extraordinariamente connatural) de Festival Discos. Mientras curioseo en los estantes, rodeado de otros clientes que han ido a echar la mañana con una intención remotísima de compra, se abre la puerta exterior y aparece un ciego tanteando con su bastón y con una mochila a la espalda. Francis lo recibe con la alegría con que antiguamente se cumplimentaba a los clientes fijos. El tipo viene a liquidar una cuenta. Primera diferencia fundamental con el otro comercio: aquí se fía, al menos a los amigos. Debe por encima de los 100 euros. El ciego se despoja de la mochila con un ritual memorizado y lento. Abre la cremallera y extrae una hucha de hojalata ilustrada con unos perritos. Se disculpa: habrá que abrir la hucha. El vendedor no hace ningún gesto de sorpresa, como si entregar una alcancía fuera una fórmula de pago tan corriente como la tarjeta de crédito. ¿Con qué abro la hucha?, pregunta Francis. Pero no se altera. Mete la mano bajo el mostrador y tantea en busca de algo. Si hubiera sacado un abrelatas o una sierra eléctrica me hubiera impresionado igual. La magia ya está hecha. Extrae unas enormes tijeras.

"Te quedarás sin hucha", advierte al invidente. "No pasa nada". La tijera empieza su labor. Cuando la abertura es lo suficientemente grande, Francis vuelca la lata y empieza a caer una lluvia de monedas y billetes. El cliente no sabe qué dinero hay. Pide que lo cuente. Empieza el surrealista inventario. Tengo que confesar que en ese momento miré a las paredes en busca de una cámara oculta. Acaba el recuento. Hay dinero de sobra. Francis hace las cuentas y devuelve al ciego (que está provisto de una confianza ciega en la honra de su interlocutor) el montoncito de dinero sobrante. Insiste en devolver también la hucha toda destrozada, pero el dueño dice que no, que ya comprará otra. El invidente inicia el lento trámite del despegue. Se vuelve a colocar la mochila, se acomoda el abrigo, recoge el bastón. Francis lo toma del brazo con delicadeza (como se enseñaba a los niños antiguos que había que cruzar a los impedidos de una acera a otra) y sale con él de la tienda, hasta la plaza. Luego vuelve y, como si nada, empieza a colocar etiquetas.

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