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Rafael Padilla

La pobreza invisible

RECONOZCO que me he perdido en los dogmas de lo políticamente correcto, en las reglas nuevas del buen ciudadano, y que quizá ya no estoy capacitado para entender cuándo debo callar mis sentimientos. Probablemente sea absurdo -y censurable- que me continúen irritando conductas tenidas hoy por lógicas y hasta ejemplares. Pero -antiguo e irrecuperable que es uno- aún me enfurece la estupidez y la hipocresía de una sociedad que pretende inexistente lo que ordena oculto, que se enorgullece de esconder tras la falacia de su decretada felicidad cuanto afee la gloria impermeable de sus logros.

La noticia es de aquí, aunque la sé repetida y tozuda en las cuatro esquinas del primer mundo. Los vecinos de un barrio de Sevilla se han quejado airadamente porque, dada la cercanía de un albergue municipal, tienen que soportar que los pobres deambulen por sus calles. Les deprime, dicen, la visión descarnada de la miseria. No la consideran, además, adecuada para la idónea educación de sus hijos, ésa que no puede perturbarse ni entretenerse en el fracaso, seguramente merecido, de quienes no comparten ventura. Han propuesto, incluso, que se sustituya el escalón del propio edificio por una rampa inclinada -¡cuánta sensibilidad y cuánto ingenio!- porque los indigentes "lo utilizan de banco para sentarse o acostarse", un lujo que, obviamente no les corresponde.

Con todo, lo verdaderamente descorazonador es la respuesta política. Anuncia la delegada competente que, hechas las obras previstas, los alrededores de tales instalaciones "volverán a la normalidad". ¿A la normalidad? ¿A qué normalidad? ¿A ésa que se empeña en ignorar la realidad sangrante y penosa de los desheredados? ¿A la que se complace y se conforma con prohibir la exhibición de su fealdad e inmisericordemente los destierra extramuros? ¿A la artificial y falsa que simula una comunidad solidaria, equitativa y próspera?

Olvidan todos que quien se niega a ver a los otros, a los que sobreviven en la ciudad imperfecta y hostil que late amordazada bajo el manto iluso de nuestros orgullos, sufre la peor de las cegueras. Ésa que nos impide identificar -y compadecer- a aquéllos que rebuscan su pan entre nuestras sobras. Que no nos deja aprender, también, el imperio del azar y nuestra humanísima vulnerabilidad frente a él. Que, al cabo, no nos permite interrogarnos sobre la justicia de un sistema que entierra con tanto esmero y tanta malicia las almas moribundas de sus incontables víctimas.

Lecciones que me siguen pareciendo esenciales para avisarnos de lo que somos, de la crueldad de nuestros egoísmos, de la tambaleante legitimidad de nuestros privilegios, del humo efímero que nos venden y compramos. Un testimonio, creo, exacto y maldito que, por supuesto, ni su dignidad ni la nuestra permiten fingir invisible.

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