LA mitad de los heridos en los disturbios de anteayer en Madrid son miembros de la Policía Nacional. Algunos portavoces del movimiento de protesta denunciaron la presencia de elementos organizados dedicados a provocar a la fuerza pública, lanzando piedras y tratando de derribar las vallas que les impedían el paso hacia el Congreso de los Diputados. Los dos datos dan una idea cabal de lo sucedido. Por una parte, la manifestación se proponía un objetivo ilegal, como es la pretensión de intimidar a los parlamentarios en el ejercicio de su trabajo, la disolución del Congreso y la apertura de un proceso constituyente desde fuera de las propias normas constitucionales. Por otra, en la realización de esta protesta adquirieron especial protagonismo, como suele suceder, individuos antisistema que rechazan el régimen democrático y se entregan expresamente al vandalismo y la violencia. Aunque parece evidente que se produjo algún exceso policial aislado, está claro que la respuesta de los agentes se atuvo a la moderación, evitando que algunos manifestantes invadieran el recinto acotado para la protección del Congreso y defendiéndose de las agresiones de que eran objeto. Insistimos una vez más en la especial gravedad de una protesta que, amparada en el malestar social de millones de españoles, cuestiona nada menos que la soberanía popular, pretendiendo que varios miles de manifestantes son más representativos de la ciudadanía que trescientos cincuenta diputados elegidos por veinticuatro millones de votantes en libertad. Por eso mismo resulta desenfocada la posición de los principales partidos de izquierda. Tanto PSOE como IU han llegado a denunciar una presunta "brutalidad policial" en la represión de los manifestantes, añadiendo la coalición el insólito gesto de su coordinador, Cayo Lara, de abandonar el hemiciclo para unirse a las protestas... contra sí mismo. No son formas de protestar, las de los organizadores, ni de mostrar solidaridad con quienes desafían abiertamente la legalidad democrática.

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