Paso de cebra

José Carlos Rosales

josecarlosescribano@hotmail.com

Mi relación con la comida

Nos mantuvo, durante más de 80 minutos, atascados en una situación que se desbordaba a cada instante

Una mujer, tal vez una artista, quizás una poeta, ha quedado para comer en algún restaurante de moda para hablar de su trabajo, el montaje de su obra, cuestiones de economía o estética. Esa mujer está citada con algún mandarín de rostro impreciso, un distribuidor cultural de canonjías o sinecuras, alguien que podrá decidir los pormenores de un estreno, la suerte de un trabajo de años. Y escuchamos la voz de esta mujer que piensa en las consecuencias de una cita a la que no quiere acudir: hablar comiendo, hablar mientras miras un plato extravagante en compañía de alguno de aquellos que siempre han tenido la boca llena de frases y comida, de fundamentos o monedas. No se puede conversar con la boca llena: cuando la boca está repleta de pamplinas, narcisismo, inconsciencia, toda conversación se convierte en tortura y menosprecio. Y es mejor no acudir, quedarte en la acera cavilando.

Esta es la línea de salida de donde arranca el restallante y extenso monólogo de Angélica Liddell, Mi relación con la comida (Premio SGAE de Teatro 2004), un texto demoledor que, de la mano de la versátil y sorprendente actriz Esperanza Pedreño, pudimos ver hace unos días en una de las salas independientes de Granada, El Apeadero, un sitio tan céntrico como recóndito. Y en ese sitio, el trabajo magistral (dirección e interpretación) de Esperanza Pedreño nos mantuvo, durante más de 80 minutos, atascados en una situación que se desbordaba a cada instante, que nos hacía sentir avergonzados, inseguros, inundados de energía o pensamientos oscuros, deslumbrados o tristes, alucinados o aturdidos. Con una rica austeridad formal muy meditada, Pedreño convertía el suelo del escenario en una pizarra o muro con palabras sagradas que iban emborronándose poco a poco (privilegio, revolución, individuo…), su vestido se transmutaba en cualquier cosa (una capa, una túnica, un delantal o una ventana), y una enorme pelota roja podía ser el universo o el azar, la fuerza que lo inundaba todo (o casi todo) de carnavalinas ingrávidas.

Mi relación con la comida fue un espectáculo duro y hermoso, uno de los que no se olvidan, un teatro dentro del teatro. Sólo lo vimos setenta personas. Sólo ha venido una vez. Así son (todavía) las experiencias teatrales o literarias más valiosas de esta ciudad: infrecuentes o escasas, radicales. Y el texto de Angélica Liddell hablaba de eso, de las dificultades de que se sepa lo que hay, de que se sepa lo que somos.

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