La ciudad invisible

CÉSAR REQUESÉNS

Y de repente la lluvia

ASFIXIA hasta aturdir este sofocante, constante calor que, con su reiterada visita por julio, deja desiertas las horas sin piedad de la canícula. El sol aplasta las sombras de los turistas mientras que los lugareños parecemos espías tras celosías y persianas. Hay una inflación de sombras, caras por escasas. El sol castiga a los que retamos su poder demoledor.

Se torna tan monótono el calor como el runrún lejano de la política, inútil balumba, esa parrilla que abrasa la virtud de estos líderes demediados y secos de creatividad. Agota saber de estas legislaturas que se relevan en la inoperancia, que dinamitan la fe en el contrato social, dejándonos chamuscados de tanto voto inane. La indiferencia se instala entre nosotros mientras que la incapacidad de diálogo les blinda como casta que sólo va a Madrid a dormitar su escaño orlado de dietas, de tablet y, en fin, indemnizaciones tras una pobreza tan fatua como el fuego de artificio de la etapa anterior.

Ansiamos una tregua. Cuando ya no quema el asfalto salimos a llenar terrazas y paseos. El del Darro se puebla de mujeres de hombros desnudos y telas vaporosas mientras que nosotros parecemos infantes con esta moda de calzón corto y pierna peluda. Somos supervivientes en una ciudad que trabaja al ritmo que le deja esta masa caliente, casi tangible, que se interpone entre la Alhambra -fresquita de verdor- y nosotros, que ahogamos la envidia entre cerveza y tapa, entre charla y miradas cómplices, mientras se disipa la flama y empezamos a vernos mejor.

Y, de repente, primero unas gotas que intentamos medir alzando la palma de la mano, para constatar que crecen en grosor, que llega la redención del agua, salvífica, inusitada, como imprevisto regalo que nos arracima debajo de los toldos, que nos rescata de la distancia vigilante de otros cuerpos que emanaron calor. La tormenta de verano nos arranca del monótono sudor, lava el mundo con llanto breve para allanarnos el paseo de vuelta, casi de madrugada, ya en un espacio habitable, con la compañía aún más grata por su refrescante sonrisa, con su confidencia más próxima aún.

La tregua será hasta mañana. Pero queda la noche, sin calor, claro. Y pasea uno de vuelta agradeciendo que el cielo se hizo cómplice de lo humano, en un instante de tormenta revelador.

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