EN una democracia consolidada y madura ya no debería ocurrir lo que pasa en España: el debate sobre los debates. Siempre que se avecinan elecciones se genera, durante meses, un amplio debate acerca de si habrá debates televisivos entre los candidatos, si unos aceptan y otros no, en qué condiciones, en qué cadenas de televisión, con qué moderadores, etcétera. Al final acaba siendo casi más relevante desde el punto de vista político la polémica en torno al hipotético debate que el debate mismo, si es que se celebra. De hecho, no ha habido ninguno al máximo nivel desde los dos que mantuvieron en 1993 el entonces presidente del Gobierno, Felipe González, y el aspirante a sucederle, José María Aznar. Ni González en las elecciones de 1996, ni Aznar en las de 2000 ni Mariano Rajoy -era el candidato por el partido gobernante- en 2004 aceptaron dirimir sus programas y planteamientos con los adversarios más cualificados en la disputa por el poder. Todo ello ha sido producto de un cálculo mezquino, y muchas veces erróneo, sobre los beneficios que cada partido podría sacar de la celebración de un debate al máximo nivel. Lo que debería primar, sin embargo, es el interés general de los ciudadanos, que podrían inclinar su voto, o ultimarlo, en base a los mensajes que reciban de los líderes en liza ante todo el país y mediante una emisión en directo. Por eso tendría que ser ya un hábito asentado y que nadie pueda discutir, ni en el gobierno ni en la oposición, la organización de debates en los días previos a las elecciones generales. Ahora acaba de conocerse la predisposición favorable de Zapatero y Rajoy a debatir cara a cara -independientemente de otros debates con las fuerzas políticas menos decisivas- en los inicios de la próxima campaña electoral, o en vísperas de la misma, y, en una especie de segunda vuelta, con la campaña ya avanzada. Hace falta que ninguno de los contendientes ni sus asesores pongan más pegas a la celebración de los dos debates, que podrían transmitir todas las cadenas de TV que lo estimaran conveniente y, desde luego, las públicas, y que al fin se asienten los 'cara a cara' preelectorales como una sana costumbre de la democracia.

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