La columna

Juan Cañavate

jncvt2008@gmail.com

Un verano como todos los veranos

Sospecho que este verano no será como fueron, más o menos, los que yo recuerdo y no es por lo del cambio climático

No sé, ni sé si lo sabré cuando se acabe, si este será un verano como fueron, más o menos, todos los veranos; mitad arena y sal, mitad calor y brisa, mitad amor y lejanía.

Un verano, en fin, como todos los veranos; de abrazos y de risas y de encuentros y de despedidas. De mañanas dulces entre sábanas frescas y de pieles igual de dulces y de frescas y más en el combate cuerpo a cuerpo, que tristes guerras si no es amor la empresa.

Un verano, en fin, como todos los veranos; de tardes soñolientas, perezosas y de noches largas e insomnes, de mares infinitos, de orillas nocturnas, de piernas desnudas y de pies descalzos y, sobre todo, de tomates maduros con sal, como eran los tomates, que no sé yo si este verano dará para tomates maduros y sandías gigantes y olas sin aguamalas que es como en mi tierra se han llamado siempre las medusas. Veranos de novelas largas y de historias cortas, de amores intensos y de no volver a vernos nunca más. En fin, veranos.

No sé, pero sospecho, que este verano no será como fueron, más o menos, los que yo recuerdo y no es por lo del cambio climático ni lo de los cuarenta o los cincuenta grados a la sombra.

No, no es sólo el calor, ni tan siquiera el de esos fuegos que nos saludan cada poco con tozuda insistencia y que se llevan también nuestra memoria, ni por los muchos cumpleaños repetidos desde aquellos veranos ni porque el sol suene hoy a cáncer de piel más que a pieles doradas, ni tampoco por las ausencias que ya son unas pocas.

No es tampoco que se haya perdido en el olvido lo que en otro tiempo fue una ciudad amable en el verano, aún sin los tintos de verano y los mojitos y las cañas de sardinas y las hamacas y sombrillas de esos chiringuitos de las playas que ni son ya chiringuitos ni son playas ni son nada, de artificiales que se han vuelto.

Aquella ciudad en la que bastaba con subir por la colina arriba a oír, que no ver, algún concierto, aún sin entradas, y sentarse en el poyete de la fachada del Carlos V y hasta provechar un descuido, tras el descanso, para colarse en alguna silla vacía y saberse feliz y afortunado por vivir en una ciudad que regalaba el fresco de la vega o la brisa del Darro cuando el calor apretaba.

Pero tampoco, tampoco es eso, sino, más bien, viene a ser todo o, más que nada, la percepción de que el verano, al contrario de lo que pensábamos, no es eterno sino tan efímero como el moreno de la piel que vuelve, también con molesta insistencia, al rosadito lechoso cotidiano al poco de abandonar las playas tan irreales que, más que parte de un paisaje, no son más un negocio que dura, más o menos, hasta que sopla fuerte de poniente.

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