Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Un whiskey por el profesor

Julio Manuel de la Rosa activó el interruptor del conocimiento y nos alumbró para descubrir a Faulkner

Iba a escribir sobre la estúpida idea del alcalde de cerrar los bares para evitar las algaradas y las correrías provocadas por los mastuerzos en la Madrugada del Viernes Santo, como si al atorar los grifos de birra esté automáticamente garantizado el respeto a lo que se conmemora y celebra en las calles, pero supe de la muerte de Julio Manuel de la Rosa y...

El edificio donde estuvo el Centro Español de Nuevas Profesiones es ahora un hotel de cuatro estrellas y donde había una librería hay un Chino. También había un bar (y lo sigue habiendo, redecorado). ¿Qué más podía pedir un estudiante de primero de Periodismo? En el corazón del corazón de la ciudad estaba la escuela, escoltada por dos locales esenciales para un aprendiz de Zavalita: uno con baldas con libros y el otro con repisas con botellas.

No tuve con el hombre que murió el miércoles más relación que la de profesor-alumno, discreta y distante, pero fue mil veces más fructífera que la mayoría de las que he mantenido y a veces sigo manteniendo con otros que, siendo en apariencia más cercanas o íntimas, no me aportan absolutamente nada (así es la falsa e inane vida social). No tenía veinte años y aquel profesor me habló de William Faulkner. Y lo hizo con una devoción tan falta de impostura que enseguida intuí que se refería a alguien a quien tenía que conocer cuanto antes y cuyo nombre -comprobaría más tarde- había pasado ante mis ojos sin reparar en él en los créditos de El sueño eterno, de Howard Hawks.

Fue de esa manera como supe de los Snopes y de los Compson y de los McCaslin y de Yoknapatawpha, y fue gracias a Julio Manuel de la Rosa. Y no digo que no pudiera haber sido otro, más adelante, no sé, pero fue él, en aquella Sevilla de 1980, y por eso es a él y no a otro a quien le estoy sinceramente agradecido. Porque eso es lo que se le pide a un maestro, ¿no? Que active el interruptor e ilumine a sus alumnos con la luz del conocimiento y la experiencia. Y eso fue lo que hizo él conmigo y con otros muchos que ahora andamos por ahí pegando teclazos. Habría preferido que la noticia del miércoles se hubiera retrasado mucho más. Una vez conocida, inevitable, sólo me quedó echarme al coleto un trago de whiskey de Tennessee, fronterizo con Yoknapatawpha, por donde debe andar ya el profesor De la Rosa, y brindar en su memoria.

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