Tribuna

Víctor J. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

Cataluña y los jurisconsultos

Cataluña y los jurisconsultos Cataluña y los jurisconsultos

Cataluña y los jurisconsultos / rosell

El derecho, entre otras utilidades, sirve para dotar de respuestas previsibles y eficaces a los conflictos, y es por ese motivo que, de un tiempo a esta parte, se han hecho frecuentes las llamadas a los juristas para que aclaren cuál es la solución que la Constitución dicta al mal llamado problema catalán, que no es sino un problema genuinamente español. Esta fe depositada en los juristas para el asunto me trae a la cabeza un pasaje del Elogio de la locura en el que Erasmo se burlaba de la petulancia de los jurisconsultos, a quienes veía como unos Sísifos que cargaban comentarios y sentencias con las que pretendían ofrecer una última solución a los dilemas más complejos. Y es que, en el caso catalán, no es necesario echar mano de los esforzados jurisconsultos para darse cuenta de que el denominado procés se sitúa al margen de la legalidad. No obstante, sí puede resultar útil la opinión experta de los juristas, y en especial la de los constitucionalistas, para recordar las particularidades de la Constitución como norma y, en concreto, sus propias limitaciones, determinadas por la necesidad de que ésta cuente con un importante respaldo ciudadano para que su vigencia no sea meramente nominal sino normativa.

En relación a esto último, lo cierto es que, desde hace tiempo, parte de la opinión pública española ha desarrollado una capacidad asombrosa para despreciar la realidad. Esta tara, con consecuencias políticas gravísimas, ha permitido que a través de expresiones como el soufflé o "la mayoría silenciosa", el Estado haya podido eludir su principal responsabilidad que es la de asumir que desde la sentencia sobre el Estatut, Cataluña carece de un sistema político que disfrute de la mínima aceptación ciudadana necesaria para garantizar su vigencia. Una situación ante la cual sólo caben dos salidas: o bien derrotas con argumentos las razones de la desafección; o bien promueves la reforma sistema político buscando un nuevo marco que pueda ordenar la vida política de forma normalizada. Lo cierto es que no sólo ninguna de estas dos cosas se ha llevado a cabo, sino que, en buena medida, la segunda ha sido imprudentemente anatematizada en diversos foros, incluido, y esto es lo más grave, el parlamentario. La idea que tan claramente ha expuesto Fernando Savater hace unos días, de que es necesario desterrar cualquier resolución imaginativa para este asunto y aplicar la ley, ha sido la que ha regido la actitud del Gobierno y de parte de la opinión pública española en todo este proceso; valgan sino como ejemplo las mofas y parodias a esa idea analgésica de nación de naciones, o al propio concepto de federalismo asimétrico, por parte, en muchos casos, de esos mismos visionarios que vieron en aquella Diada de 2012 una "algarabía" pasajera que acallaría la Constitución.

Lo paradójico es que más que servir como solución, en realidad el derecho está sirviendo en este conflicto como amplificador de aquellos dos pecados que el portugués Mario Soares un día señalara, en mi opinión con acierto, están detrás del conflicto entre España y Cataluña: la arrogancia de la primera y la vanidad de la segunda. Así, mientras que el Estado se encierra en la razón legal y en su capacidad para imponerla, el Gobierno catalán, es decir, el independentismo, encuentra en su juego con la legalidad una gimnasia espléndida para su narcisismo. Ambas relaciones, arrogante y narcisista, con respecto al derecho, dejan ver al mismo tiempo otras patologías de los nacionalismos español y catalán. La irredenta ignorancia de la realidad histórica y social de Cataluña, en el caso del nacionalismo español; y la deformación grotesca y devaluada de lo español sobre la que se construye un nacionalismo como el catalán, que, a pesar de no articularse en términos étnicos, sí ha construido su hegemonía sin despreciar el argumento de su supremacía moral con respecto a aquello que de lo que se quiere diferenciar.

Resulta difícil pronosticar si en el contexto actual, el precio a pagar por la ilusión de imponer una Constitución desconectada de la realidad social, sea mayor que el que conlleve el temerario desprecio por las reglas del juego. En cualquier caso, no está de más recordar que el independentismo no necesita el amparo de nuestra Constitución para cumplir su fin, sino crear su propia legalidad al margen de ésta, con el aval, aun nunca demostrado, de una mayoría social incontestable. Creo, en cualquier caso, que frente a ello sigue siendo una opción más viable que una mayoría de catalanes sufraguen una reforma de la Constitución que garantice la indemnidad de los ámbitos elementales del autogobierno catalán, y reconozca la singularidad de Cataluña dentro del estado español. Esto último no tendría que molestar a los más entusiastas defensores de nuestra Constitución, puesto que eso mismo era lo que se encontraba en el punto de partida del venerado texto. Es probable que el 2-O, inventariados los restos de los respectivos naufragios, se vuelva a hablar de ello.

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