Tribuna

Juan Ignacio de Arcos

Director de Programas Ejecutivos de Big Data & Business Analytics de EOI

Goodbye, Mark

Goodbye, Mark Goodbye, Mark

Goodbye, Mark

He borrado mi cuenta de Facebook. Sí, sé que he cometido probablemente un acto irresponsable y asocial, pero desde entonces siento una profunda liberación. No ha sido fácil. Lo he meditado durante varios días, incluso semanas. De hecho, hace poco tuve un intento fallido.

Sería presuntuoso negar que, desde que me decidí, alterno momentos de libertad con otros de cierto desasosiego, por no decir temor, cuando pienso que voy a sufrir algún tipo de represalia por parte de Facebook. Es más, por parte del mismísimo Mark Zuckerberg. Qué dulce apellido. Zucker Berg: montaña de azúcar, en su traducción del alemán. Seguramente, lo que llevaba bajo el brazo al nacer, anunciando al mundo el advenimiento de un nuevo profeta que sembraría la felicidad entre los seres humanos. Al menos, para el 30% que, aunque parezca corto, representan 2.200 millones de personas. Si a los usuarios de esta red social les diera por constituir una nación, sería la más poblada del mundo, casi el doble que India o China. Pues bien, no me he exiliado de dicha nación, sino que he huido. Exacta y literalmente.

El origen de esta decisión reside en el reciente escándalo del uso indebido de datos procedentes de Facebook por parte de Cambridge Analytica, que me hizo reflexionar acerca de lo vulnerable de la información que vamos regalando aquí y allá, día tras día, mediante esos móviles que nos hacen la vida tan sencilla y agradable. Esta cesión casi inadvertida de información propia es, por el contrario, oro para esos nuevos magnates megamillonarios, dueños de los monstruos tecnológicos que se nutren de nuestra imprudencia. De nuestros datos. No es casual que entre todos acumulen riqueza por valor de 6.000 millones de dólares y que la mitad de ellos vivan en Silicon Valley.

Mark es uno de ellos. Sus declaraciones, tras el escándalo, ante el Congreso de los EEUU y, más recientemente, ante el Parlamento Europeo no me tranquilizan. Al contrario. Con su ya casi habitual chaqueta y corbata, y ese gesto de chico inocente y arrepentido, toreó a unos y a otros, pero dejó sin responder las cuestiones más espinosas: asegurar que no va a haber más filtraciones o impedir que Facebook y Whatsapp compartan datos. Ayuda el hecho de que inyecte anualmente millones de dólares en su lobby de Washington para "defender la misión y los objetivos de la empresa". Tras los interrogatorios y en un gesto como que está por la labor, ordenó desactivar 200 app susceptibles de "robar datos". Ridícula cifra si creemos a la organización Trustlook, que eleva a cerca de 26.000 las app catalogadas como maliciosas de las más de 200.000 que viven de Facebook explotando sus datos.

De modo que, aturdido por tan inquietante panorama, puse manos a la obra, es decir, al teclado. En primer lugar, busqué en mi cuenta de Facebook cómo desaparecer. Entré en el apartado de configuración, que es donde suele hallarse la opción de baja. Tan sólo encontré "Desactivar". Contento, leí detenidamente lo que incluía esta acción, tan sólo para comprobar lo inútil de la misma, pues lo único que conseguiría es que no me vieran mis amigos, manteniéndose toda mi información en los servidores y pudiendo reactivar mi cuenta cuando quisiera. Era como tomar unas vacaciones y yo quería algo más drástico. Eliminación total. Anonimato. Divorcio.

Seguí buscando denodadamente por las distintas opciones. Finalmente y al borde de la desesperación, acabé en "Ayuda" y en un opaco apartado lo encontré: "Borrar la cuenta". Glorioso. Al principio me advertía indirectamente de los desastrosos e impredecibles resultados que tendría para mi vida. No me arredré. Una vez confirmado que quería seguir con aquel suicidio virtual, Facebook quiso tocar mi fibra sentimental enseñándome fotos de mis amigos y familiares. Me preguntó qué iban a pensar ellos al abandonarlos. Además, podía perder interesantes oportunidades sociales, afectando a mis amistades y perdiendo futuras opciones de trabajo. Habiendo superado esta fase cargada de emotividad, continué sorteando otras advertencias hasta acabar con la confirmación de borrado definitivo, no sin antes hacer una descarga de mis datos, que ocuparon 22 megas de información. Sorprendente para un usuario relativamente poco activo como yo. Aún así, Facebook me otorgaba 14 días para poder arrepentirme y volver a la familia. Después he averiguado, además, que mi información permanecerá dando vueltas como alma en pena por sus servidores durante 90 días adicionales.

Punto final. Está hecho. Pero como me he convertido en un escéptico, estoy barajando la opción de hacer un borrado drástico de mis 22 megas de datos: no me extrañaría que Mark me hubiera añadido un virus con el que seguir vigilando cada pulsación de teclado, con acceso incluso al micrófono y la cámara de mi ordenador. Hasta es posible que ahora mismo esté leyendo este texto en tiempo real, deleitándose con la expresión de pánico que se está perfilando en mi cara.

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