Tribuna

JOSÉ MARÍA AGÜERA LORENTE

Catedrático de Filosofía de Enseñanza Secundaria

Temores apocalípticos

En las actuales proyecciones a futuro, los causantes de nuestra destrucción somos nosotros mismos, como se refleja en las expresiones culturales objeto del consumo de masas

"Y ordenó el Señor Dios al hombre, diciendo: de todo árbol del huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás" ( , 2:17)

"Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamás comprenderá su tiranía" (Mary Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo)

Cómo va a ser el fin de la humanidad, dada nuestra consciencia de finitud, es una cuestión recurrente. En las explicaciones de índole mítico-religiosa es esencial la intervención de agentes divinos o sobrenaturales. Ellos tenían en exclusiva la potestad de decidir y ejecutar nuestro final. Sin embargo, en las contemporáneas proyecciones a futuro, los causantes de nuestra destrucción somos nosotros mismos, tal como se refleja en la mayoría de las expresiones culturales objeto del consumo de masas. A mi entender tiene sentido, pues se ha confirmado la senda señalada por el "moderno Prometeo" que vislumbró la jovencísima escritora romántica Mary Shelley a principios del siglo XIX en su paradigmática novela Frankenstein o el moderno Prometeo. El hombre le ha robado a los dioses el cetro del poder sobre la naturaleza. De modo que si algo malo pasa no hay que clamar al cielo, sino asumir las consecuencias de una era de estupidez en la que hemos demostrado a través de nuestra toma de decisiones colectiva que "nuestro conocimiento corre parejo a nuestra demencia". Esta cita está extraída de uno de los diálogos de la película ya clásica El planeta de los simios de Franklin J. Shaffner. Producida en 1968, en ella se recoge el que seguramente entonces era el principal temor apocalíptico de nuestra especie, a saber: la guerra global nuclear definitiva, la que en el imaginario colectivo de la segunda mitad del siglo XX nos llevaría indefectiblemente de vuelta a la edad de piedra; la tesis es, dicho de otro modo, que la sabiduría de la especie no está a la altura de su poder tecnocientífico, y la consecuencia de ello es el riesgo cierto de su extinción.

La misma preocupación por el futuro de la civilización humana forma parte de la temática que da interés a la historia que nos cuenta La guerra del planeta de los simios, estrenada hace unos meses, aunque en ella la amenaza no es la tecnología bélica nuclear, pero sí la biotecnología, la manipulación del sagrado orden de la naturaleza. Es otra manifestación de la alargada sombra del moderno Prometeo, en el que se ha convertido el ser humano. De nuevo la ciencia bajo sospecha, el furor fáustico como arma de destrucción masiva. El hombre ha matado a Dios y lo suplanta haciendo de sus primos hermanos evolutivos monstruos que sacuden la asentada jerarquía de las especies donde el ser humano es el monarca supremo. Lo natural, expresión divina, es bueno; lo artificial, producto del saber humano, malo. Cada nuevo progreso nos lleva a abrir una caja de Pandora de contenido impredecible. En el caso de la película que referimos, de esa caja proviene la pérdida de la capacidad lingüística característica del ser humano, que los simios han adquirido como consecuencia de la transgresión perpetrada mediante la ciencia. Igual que el titán Prometeo fue condenado por robar el fuego de los dioses para dárselo a los humanos dando inicio a su carrera en pos de alcanzar el poder sobre la naturaleza, la soberbia científica se vuelve contra la especie que la encumbró.

Xavier Rubert de Ventós escribió hace ya veinte años -¡y qué distinto y qué igual era todo hace veinte años!- un certero artículo titulado El azar y la moralidad, que partía de la siguiente certeza: "Queríamos meter al mundo en un puño al tiempo que controlábamos nuestro destino"; y en el que constataba ese ancestral temor humano a la alargada sombra de Prometeo con estas palabras: "Comenzamos apenas a empuñar la antorcha de nuestro destino biológico o cósmico, y lo primero que sentimos es que nos quema la mano, que no sabemos cómo desprendernos de ella". Por eso duda el filósofo de que tengamos el temple necesario para administrar el "inmenso territorio que se desprende del reino del azar y entra en el de la moralidad", tarea incompatible con el miedo a la libertad y la busca de la inocencia perdida.

Son los temores de una especie que se mira en el espejo de su autoconsciencia y no acierta a ver con claridad el reflejo de su identidad cósmica y biológica ni a qué futuro señala.

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