Tribuna

César romero

Escritor

El canon democrático

De un tiempo a esta parte parece que lo que en literatura, en cine, en otras artes, se vende mucho es necesariamente bueno, artístico, tiene marchamo de clásico

El canon democrático El canon democrático

El canon democrático / rosell

En algún lugar de su monumental Borges lo cuenta Bioy Casares (por cierto, hay quienes piensan que Bioy, cansado de ser la sombra literaria de Borges, escribió este libro porque ya que no pudo superar ese sambenito prefirió sucumbir a él; más bien creo que el gran Bioy, con magnífica ironía, unió su destino literario al de Borges para siempre, sabedor de que, con el tiempo, Borges tal vez sólo será un personaje suyo, como ahora lo es el Dr. Johnson de Boswell, por su famosa biografía, y apenas nadie lee nada de la obra de Samuel Johnson, como puede que dentro de un par de siglos apenas nadie lea nada de Borges). En algún lugar de ese inagotable libro, Borges y Bioy, charlando sobre cánones literarios, reparan en que todas las grandes obras de la Historia, las que se tienen por tales, en algún momento fueron populares, exitosas, lo que hoy llamamos best-sellers.

Y en efecto, si pensamos en cualquier obra de las clásicas, por no salir de la literatura, aunque probablemente suceda también en las demás artes, descubriremos que sólo son en verdad canónicas si han sido en algún momento superventas. Desde Cervantes hasta el mismo Borges, cuya eclosión en los años sesenta lo convirtió en un icono el resto de su vida, todos los autores que el lector imagine como incuestionables fueron muy vendidos en algún periodo. No es que, por ser clásicos, vendan mucho (hay vagones de escritores así calificados cuyas obras casi se regalan en las librerías de saldo) sino que han vendido antes de convertirse en tales. Aun artistas malditos o de poco éxito en vida, como Kafka en literatura o Van Gogh en pintura, cumplen esta regla. Esa condición, digamos necesaria para ser un autor canónico, como señalaron los dos argentinos, hasta ahora no había sido suficiente para convertirse en tal. Pero mucho me temo que la cosa esté cambiando.

De un tiempo a esta parte parece que lo que en literatura, en cine, en otras artes, se vende mucho es necesariamente bueno, artístico, tiene marchamo de clásico. Se ha pasado de un elitismo mal entendido, que hacía a la gente más o menos ilustrada, o con visos de serlo, huir de todo aquello que fuera popular, cometiendo con ello alguna injusticia con obras notables (como mostró Fernando Savater, a propósito de Stevenson y otros, en La infancia recuperada), a una democratización de los cánones igualmente mal entendida, por la cual todo aquello que tiene una inmensa aceptación popular, sea cual sea su calidad artística, se convierte en canónico. Se ha pasado de pensar que el pueblo siempre tiene mal gusto a pensar que el pueblo jamás se equivoca y que lo que elige y consume es, por ese mero hecho estadístico, el canon del buen gusto, de la calidad.

Esta mal entendida democratización de las artes cuenta con la enorme corriente de las masas a su favor. Y no faltan, como siempre, quienes abanderan a esas masas, porque, bien mirado, una masa es más fácil de pastorear que un hombre o una mujer solos. Esos abanderados proclaman, desde sus tribunas, desde sus twitter, que en efecto, lo que el pueblo elige y quiere ver o leer o consumir es en verdad lo que vale, porque el pueblo nunca se equivoca, porque cómo tantos van a estar equivocados. Y si alguien discrepa y levanta la mano y señala que no, que el pueblo no siempre acierta, es más, suele equivocarse, en arte, en política, en tantas cosas, tanto o más que cualquier hijo de vecino, rápidamente los abanderados de la tribu, jaleados por ésta, señalarán al díscolo y lo tildarán de cascarrabias, aguafiestas, antiguo, o cualquier otro calificativo más grueso que se les venga a las mientes.

Es difícil ir contra corriente. Siempre lo fue. Cuando la corriente iba por su cauce, también. Pero ahora que anda desbordada y todo lo arrastra, y a veces lo arrasa, hay que tener una piel especial para estar dispuesto a elevar la voz y proclamar, con criterio, con razonamientos, con acierto o no, pues nadie está libre de errar, una opinión discrepante, y no hacerlo una vez ni dos sino todas aquellas que hagan falta, en los asuntos que se tercien, no sólo en cuestiones de gusto literario, cinematográfico o artístico. Por ello, hoy más que nunca son necesarias esas voces no gregarias, que avisan de los escollos venideros en la oscuridad de la marea nocturna, que quizá crean exclamar en el desierto, aunque tengo para mí que ese desierto tal vez esté más poblado de lo que se piensa. Desde luego, entre seguir la corriente o exponerse a que Joaquín Reyes se ofrezca a abrazarte, uno prefiere lo segundo. Aunque no tenga ni pizca de gracia.

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