Tribuna

Rafael Rodríguez prieto

Profesor de Filosofía del Derecho y Política de la Pablo de Olavide

Contra la clase media

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Contra la clase media

Son las 04:30 y suena el despertador. Se levanta, a pesar de que el dormitorio se asemeja a una tarde de otoño finlandesa. Hay que poner la lavadora. No hay otro remedio. Todo por la liberalización de los mercados y no sé qué subasta. Regresa al catre, pero se tropieza y se golpea la espinilla. "Seguro que el vecino del quinto se está acordando de mi o de algún familiar cercano". Son las 07:00. Esta vez hay que comenzar el día. Levantar a los niños, desayunos, etc. Pero no se debe olvidar una cosa: la transferencia mensual a la hija que tuvo que emigrar para buscarse la vida en el extranjero porque aquí, a pesar de su cara formación, no encuentra trabajo. Está obligado a entenderse con internet, porque ya en la sucursal no se la hacen. Sale de la casa. El coche sin gasoil. Habrá que pasar por la estación de servicio. Por supuesto, no hay nadie que le atienda. Baja del coche y realiza el servicio completo. Incluso limpia el cristal. Aparca y vuelta a lo mismo. Otra máquina y a cobrarse. Finamente, llega al trabajo. Allí le tienen preparada una sorpresa: una computadora portátil de la empresa y un teléfono inteligente para poder completar el trabajo en casa. Piensa, "en poco tiempo hasta el papel higiénico será inteligente". Cortesía para no aburrirse el fin de semana. Tiene 30 minutos libres y decide emplearlos en ir al banco a realizar un ingreso en su propia cuenta. Otra vez tiene que actuar de bancario y entenderse, bajo su responsabilidad, con el cajero automático, después de esperar en la interminable cola. Vuelve al trabajo. Ya por la tarde, recoge a los niños. Mientras espera a que salgan de natación se pone a hacer el check-in, pues el fin de semana va a visitar a los abuelos en avión para aprovechar el puente. Antes de regresar a casa, se pasa por el supermercado. Casi no hay cajas atendidas por personas. Ahora la clientela se cobra a sí misma. Los niños alborotan que es un contento y acaba de perder la cuenta o quizá la máquina no se aclara. Vuelta a empezar. La supervisora le pone mala cara. Mete todo en el coche en bolsas que ha traído de casa, algunas dignas de un museo. Tiene una de Continente. La de Galerías Preciados se rompió el mes pasado. ¡Qué tiempos! Regresa a casa. Pone el telediario con los niños durmiendo. Un experto dice que los españoles no son productivos. Apaga y se acuesta. Hay que poner la lavadora a las 04:30.

Malas noticias. Hemos dejado de ser ciudadanos para convertirnos en empleados de las grandes empresas ad honorem. Emplean nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestras habilidades para eliminar fuerza de trabajo y ganar más. Somos gasolineros, limpiadores, cajeros, bancarios, personal de tierra. Solo nos queda empujar el avión. Lo que comenzó siendo voluntario, ha pasado en poco tiempo a ser obligatorio. Las nuevas generaciones aculturadas en el hágalo usted mismo y familiarizadas, prácticamente desde la cuna, con la tecnología serán presa fácil. Habrán naturalizado el singular hecho de que uno trabaje para una gran empresa por nada. Cada vez que ceden sus datos de manera gratuita o llenan de contenidos su YouTube, Facebook o Instagram, lo está haciendo. Una magnífica plusvalía que la compañía se mete directamente en el bolsillo. Si sacáramos un par de minutos la nariz del móvil y escucháramos a las abuelas, nos daríamos cuenta de que nadie da duros a cuatro pesetas. Nada es gratis. Y menos, los derechos. La erosión o relativización de la privacidad y de la intimidad nos saldrá muy cara.

Dicen que en Davos quieren encargar a los arquitectos de la última crisis financiera el arreglo de los problemas de la clase media. Los mismos que la desprecian, que se ríen de los ciudadanos. Esos que permiten que los gobiernos paguen con sus impuestos la fiesta de los bancos, que salven las autopistas privadas deficitarias, que se aumente la deuda pública, mientras se transfieren recursos al sector privado. Los que aceptan sucesivas devaluaciones salariales que los ata al endeudamiento y a la tarjeta de crédito. Se habla de la brecha entre los políticos y la ciudadanía. Su falta de comprensión de los problemas cotidianos y la burbuja en la que viven. Pero se comenta mucho menos ese gran abismo existente entre los que realmente mandan y el conjunto de la población. Las desigualdades se acrecientan. La lucha de clases -sí ha leído bien- está más presente que nunca. Los ciudadanos pasaron, en algún momento, a ser meros consumidores y de ahí a empleados. ¿Cuándo reaccionará la clase media? ¿Cuándo se dará cuenta de que es la clase trabajadora de siempre? Ojalá que pronto.

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