OPINIÓN. EL BOLSILLO

Gutiérrez, año 2011

Los Gutiérrez siempre han sido muy miraditos con el dinero. No les gusta gastar; no son feriantes, no les interesan los cruceros y tampoco las aerolíneas de bajo coste, no han pisado en su vida una tienda gourmet y siempre compran grandes lotes de suministros familiares en tiendas de descuento. Conservan un seat Málaga que no se puede mirar de lo que brillan la chapa y los sellos de la ITV. No se les ve en los bares del barrio y gastan bastante suela paseando mientras comparten sus pipas preferidas, a la par que idolatran la mortadela y el chóped como algo muy divertido y muy propio suyo: se lo repiten cada cena frente al telefunken que compraron para el Mundial de España, nutrido y reluciente a base de politus y cristasol. Los Gutiérrez son austeros, prudentes, previsores y de vida sencilla. Eso sí, el abrigo de mutón de la señora Gutiérrez arrasa en la Misa del Gallo año tras año. Hay quien en el vecindario dice que son unos agarrados de manual, pero eso no es más que maledicencia: la envidia que las cigarras acaban profesando a las hormigas.

La familia Gutiérrez decidió que los ahorros generados poco a poco estirando el sueldo del paterfamilias había que invertirlo: la cartilla y el plazo fijo no salían a cuenta para nada; más bien al contrario y para perder siempre hay tiempo. Miraron alrededor cual azafata de vuelo: a los de delante, a los de atrás, a los de la izquierda y a los de la derecha, y vieron gente que compraba las casas donde habitaban, e incluso una segunda para veranear “que prácticamente se paga sola alquilándola en agosto”. En concreto, los de la derecha –los del quinto b– habían comprado un apartamento “como inversión”, expresión centralísima de las barras de los bares durante diez años en España. Se sintieron intrépidos inversores, aguijoneados por la contemplación de la plusvalía galopante.

Pidieron un crédito para comprar algo en la playa, una oportunidad de un cuarto de millón de euros, que había que ir financiando mientras se construía en un solar muy cerca de la casa de unos famosos actores de Madrid, bastante al resguardo del levante. Contaban con treinta mil euros en la cuenta, por lo que no tuvieron que pedir préstamo personal alguno –como habían hecho tantos– para ir pagando la obra antes de firmar la hipoteca. La cuota mensual era algo más de la mitad del sueldo del que vivían los Gutiérrez, pero ellos sabían apañarse con poco: técnica del camaleón en verano –o sea, mover sólo los ojos, si acaso– en vez de poner el aire, cambiar braseros por forros polares; más pan, más cerdo de segunda, alargar el caldo de los guisos, un poco de hambre al acostarse, que dicen que es bueno. Total, el plan era poner la casa en venta recién entregada, si no se le pegaba un pase antes. Lo normal, vaya. Y ganando como mínimo un sesenta por ciento a lo puesto, si no el doble, que es lo que alardeaba Paco el del videoclub de haberle sacado a un suizo, y eso por una especie de infravivienda en una pedanía de la sierra de Huelva, adonde antes no llegaban ni los mirlos.

Pero la casa no se vendió, y los Gutiérrez han tenido que ir pagándola, igual que el resto de repentinos inversores que se habían metido en la misma promoción de la playa. Ya va para tres años que la hipoteca sobrevive vigorosa y el valor de la casa no para de menguar. De forma que, a la vuelta del esquina, lo que queda por pagar es más de lo que valdría la casa si alguien decidiera quedársela. Un sujeto económicamente racional debería plantearse dejar de pagar el crédito. Y aunque los Gutiérrez si algo son es racionales, la honra y el sueño estaban en juego en esta ocasión. Tenían, así, tres cursos de acción posibles. Primero, dejar de pagar y esperar el embargo, lo que quedó descartado por hidalga decencia. Segundo, declararse en suspensión de pagos familiar, lo cual es legal desde 2004. Pero eso llevaba un largo trámite judicial, y además no estamos para tener acreedores de por vida (banco aparte). Haciendo de la necesidad virtud, decidieron aguantar. A un año de la jubilación, la casa de la playa era una repentina fuente de serenidad. Y los que sabían de esto aseguraban que más de dos años no iba a durar la deflación inmobiliaria. A vivir, que son dos días, aunque sea con poco bolsillo.

Los caracteres son fingidos, cualquier parecido con la hechos reales 'será' mera coincidencia.

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