De la concepción | Crítica

El complicado parto de María Moreno

María Moreno bailando por cantiñas en el Teatro Central.

María Moreno bailando por cantiñas en el Teatro Central. / Óscar Romero

Después de bailar durante años en las filas de otras compañías, y de una primera incursión con Alas del recuerdo, llegaba por fin el primer gran espectáculo en solitario de María Moreno, una de las bailaoras más jóvenes y esperadas de esta Bienal.

Como artista de su tiempo, Moreno, se encuentra en una etapa de exploración, buscando nuevas vías para expresar su arte y, al presentar este De la concepción, nos hablaba de libertad y de un nuevo nacimiento. Tal vez por eso muchos esperábamos algo, si no alegre, al menos con ese cúmulo de ilusiones y de posibilidades que supone el hecho de dar a luz a una criatura de cualquier tipo. Sin embargo, pronto nos daríamos cuenta de que ese nacimiento, celebrado con castañuelas y una bata de cola color carne al ritmo de una extraña seguiriya, presagiaba un camino oscuro y hermético que sólo al final desembocaría en la luz de su tierra gaditana. Y decimos hermético y no sin sentido, en primer lugar porque sabemos que Eva Yerbabuena, responsable de la dramaturgia, posee un rico universo poético y no deja nada al azar. Pero, sobre todo, porque luego hemos sabido que los artísticos vídeos de Susana Girón, que debían llenar las transiciones como hilo conductor y elemento central de la dramaturgia, no pudieron proyectarse por la rotura inesperada del proyector.

Así pues, lo que vimos fue una pieza dividida en cinco escenas entre las cuales María se cambiaba de ropa en un rincón con un sonido ensordecedor que poco tuvo que ver con el flamenco brillante y sonoro que salió de las cuerdas de Óscar Lago y de la voz de los cantaores. A la seguiriya le siguió una bonita versión instrumental de Juncal, del añorado grupo de rock andaluz Alameda. El contenido taurino del tema y las palabras del programa (“Mi padre quiso ser torero en el albero…”) hicieron que el escenario se llenara de elementos del toreo, como unas banderillas y un capote (el de su padre), que mueve, desde un ángulo del escenario, una Vanesa Montoya vestida de luces.

Luego llegó la soleá y, con ella, el desconcierto del público -con muchos compañeros y artistas en él- se convirtió en admiración. Fue una soleá lenta, pausada, dramática como toda soleá. El cante la fue calentando y María, como liberada de todo corsé, se entregó por completo a su mejor baile hasta que el público se entregó a ella sin reservas. Y lo mismo sucedió en las cantiñas del final, a las que llegó después de una escena llena de simbolismo (con la bailaora en el suelo y un pañuelo en la boca) y de un texto sobre la mujer en la voz en off de Lole Montoya. Fue lo más luminoso de la noche. En medio de sus músicos, con mantón y una bata rosa claro con una cola rizada como un clavel, Moreno hizo de tripas corazón y sacó sus mejores dotes de bailaora. Acompañada por las tres voces, especialmente la del patriarca Enrique El Extremeño, dio lo mejor de sí con un baile maduro, sabio y lleno de gracia que nos habló con elocuencia de por qué ha llegado al lugar donde ahora se encuentra y de la luz gaditana que la vio nacer hace poco más de treinta años. Con todo, esperamos tener pronto la oportunidad de ver el espectáculo completo, tal y como fue concebido.

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