Cultura

Gran fiesta desangelada

  • El concierto de Kiko Veneno, Los Chichos y Peret ideado para reivindicar la rumba sólo llenó una cuarta parte del Auditorio y sufrió largos parones entre una actuación y otra

Kiko Veneno / Peret / Los Chichos. Lugar: Auditorio Rocío Jurado. / Fecha: viernes 16. Aforo: Un cuarto.

En ocasiones la rumba no es más que un llanto eufórico. O una fiesta donde todos se han puesto de acuerdo para callarse las penas o decirlas sin incordiar. Ahí están las canciones de Los Chichos, que nunca dejan de recordarnos que la vida mancha, los gitanos de la generación perdida de la heroína a bordo de sus Mercedes blancos en una de las muchas creaciones admirables de Kiko Veneno. Peret completaba la noche del viernes un cartel que venía a reivindicar no sólo esta poderosa corriente de la música popular española, sino también su habitualmente menospreciada capacidad para dar forma a una amplia gama de alegrías y melancolías con un lenguaje limitado radicalmente.

A Kiko Veneno le tocó abrir una celebración que por momentos se desarrolló en un ambiente desangelado (apenas un cuarto de entrada en el Auditorio), al que contribuyeron no poco los largos y tediosos parones entre una actuación y otra. Con un sonido defectuoso que se fue enmendando y acompañado al principio por su amigo Pepe Begines, abrió un arco desde su etapa en Veneno (Los delincuentes) a su último disco (la enorme Dice la gente, la juguetona La rama de Barcelona o la emocionante Campeones de la suerte). En medio quedaron chispazos de intenso rock & roll, joyas como Echo de menos, uno de sus más potentes compendios de pequeñas verdades esenciales dichas con sublime ligereza, Memphis blues again y sendos homenajes a los Beatles (los primeros compases del I want you para presentar a su banda, Los Notas del Retumbe) y a los Stones, a través de su adictiva versión del Satisfaction con la que se despidió del público en uno de los momentos de mayor ebullición de la noche.

Peret dejó en el aire intensos efluvios cubanos mientras tocó acompañado. Aunque hubo que esperar a verlo solo -así pasó la mayor parte del tiempo- para tener una medida de su estatura como showman. Fue una actuación de baja intensidad, pero llena de la tierna emoción de quien se siente viejo y querido. Es impresionante su talento para llenar un escenario con tres acordes mal contados, la percusión de sus dedos sobre la guitarra y una voz que ha perdido vigor aunque conserva el suficiente para recordar, con Canta y sé feliz, Una lágrima cayó en la arena, Y no estaba muerto o Borriquito como tú, que formar parte de la memoria sentimental colectiva de un país está al alcance de muy pocos.

La propuesta de Los Chichos es tan pura que sólo puede disfrutarse desde la inocencia absoluta o la ironía, esa conquista que ha hecho madurar al pop nacional, capaz ahora de revisar su tradición sin ataques de vergüenza. Y por eso no representaron ningún problema los teclados pre-Camela, ni el atuendo del grupo, digno de extras de Los Soprano, ni la sensación de estar atrapados en un bucle del tiempo con olor a repostaje en una gasolinera. Porque eso, su discurso tan rudísimo como sincero, sus coros a tumba abierta (no siempre bien empastados), su entrañable épica marginal (ese Vaquilla-Robin Hood), su canto al pundonor contra la sordidez de los descampados llenos de jeringuillas y coches robados, es lo que gusta de ellos ahora, incluso en las revistas de tendencias.

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