La Gatomaquia | Crítica

La revancha de un payaso llamado Israel Galván

La pista del circo Romanès instalada en el escenario del Central.

La pista del circo Romanès instalada en el escenario del Central. / José Ángel García

La mecedora creada para el espectáculo Arena, que en la pasada Bienal lució señorial en medio del albero de la Maestranza, regresa ahora a una humilde pista de circo junto a otros aperos del bailaor. Parece como si el tiempo jugara con las certezas -lo estamos viendo-, con las creencias…

Hace ya bastantes bienales, cuando un joven Israel Galván empezaba a desviarse del flamenco ortodoxo para seguir sus impulsos creativos, fueron muchos los que lo tildaron de payaso, de payaso de feria incluso. Ahora, mundialmente reconocido, con un Premio Nacional de Danza y millones de seguidores en todo el planeta, un ya maduro Galván regresa a su ciudad y a su Bienal voluntariamente convertido en payaso, en el payaso de un humilde circo familiar parisino.

El bailaor en la mecedora ideada para su espectáculo 'Areana'. El bailaor en la mecedora ideada para su espectáculo 'Areana'.

El bailaor en la mecedora ideada para su espectáculo 'Areana'. / José Ángel García

La Gatomaquia, el último trabajo del sevillano, realizado en complicidad con el Teatro de la Ville, se presentó anoche en el Teatro Central, con el público acomodado en tres lados de la pista. Una extraña gatomaquia por cierto, sin peleas ni zapaquildas ni micifuces. Solo con Cocotte, la única que ha viajado a Sevilla de los 19 gatos que suelan pulular por la pista parisina y que sin duda aportan color y sorpresas al espectáculo en sus funciones locales.

Tras varios meses de residencia con la familia gitana Romanès, viviendo en una caravana como los demás, Galván nos presenta un trabajo aparentemente descuidado y sin estructura alguna en el que el único objetivo parece ser la diversión de todos. Empezando por él mismo, que surge a los acordes de una música circense, con coturnos y un mini frac de maestro de ceremonias.

Su baile será, como siempre, una sucesión de experimentos. Ametrallando gozosamente con sus pies los distintos soportes, haciendo percusión con el cuerpo, buscando equilibrios cada vez más inestables...

En esta ocasión, sin embargo, en lugar de seguir un ritmo interno, parece asumir una historia, una serie de fantasías que de vez en cuando le salen por la boca -¡Betis, Betis!-, por la mirada o por la sonrisa. Se convierte en un auténtico personaje, mezcla de ese clown inocente en cuya cara acaban todas las tartas, con Charles Chaplin y con otros antihéroes del cine mudo.

Galván baila en todos sitios: en una chapa, en una plataforma inestable, en las tarimas de las inexistentes fieras… y cuando no baila, pone música a los números circenses o presenta. Así, al grito de “¡Mi hermana Pastora!” llega esta, con corona dorada y unos tacones imposibles, para dejarnos los momentos más flamencos -en el sentido tradicional del término- de la velada.

Con su gracia, su natural desparpajo y su falda ‘apretá’, Pastora derrochó arte en varios puntos del escenario, sonriendo ajena mientras Emilio Caracafé, el mejor y el único músico de la noche, gafas en ristre, le dedicaba, en aparente panegírico, las terribles palabras que Eugenio Noel escribiera para Pastora Imperio: “Viendo bailar a esta mujer se concibe que España lleve seis siglos de retraso…”.

Caracafé, efectivamente, se convierte en el hombre orquesta del circo. Lo mismo toca una bonita caña para el baile, que cantiñea, recita o pone un hermoso fondo musical a los números de la familia Romanès que llegan mucho después.

Del circo propiamente dicho vimos un bonito número con la rueda Cyr, una encantadora pareja formada por un malabarista y una contorsionista, los hula-hoops de Irina Romanès y un arriesgado trabajo de Alexandra Romanès con las telas aéreas. El número del trapecio tuvo la muchacha que dejarlo para mejor ocasión porque su partenaire, la gata Cocotte no estaba de humor para trepar por la cuerda, a pesar de los chantajes alimenticios del patriarca.

Pero aún quedaba una sorpresa. A la familia Romanès se unía al final Eugenia de los Reyes (madre de los dos bailaores) y el otro hermano de Israel para, amén de la proverbial ‘pataíta’, entregarse a un fin de fiesta final en el que el público incondicional de Israel participó con sus palmas y luego con sus aplausos.

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