El hotel a orillas del río | Crítica

Una película soñada

Los títulos de crédito de El hotel a orillas del río nos dicen que se rodó en apenas quince días entre el 29 de enero y el 14 febrero de 2018, que está escrita y dirigida por Hong Sangsoo y que en ella aparecen Ki Joo-bong, Kim Minhee, Song Seonmi, Kwon Haehyo y Yu Junsang, datos precisos y objetivos nada extraños para cualquiera que haya seguido la trayectoria del gran maestro coreano y sepa de su constancia, regularidad y afinidades a la hora de elegir repartos y entregar nuevos títulos.

Lo concreto en el cine de Hong se materializa así de manera objetiva y desapasionada, a esa distancia justa del narrador que maneja sus hilos y sus personajes en un nuevo juego de variaciones sobre el desamor, las equivocaciones, el azar, la melancolía o las segundas oportunidades, temas recurrentes a los que ahora se suman los de la muerte y la herencia en una filmografía que se nos escapa entre las manos al ritmo de las estaciones, entre el color y el blanco y negro, anclada a un presente que, a pesar de las apariencias, se escurre entre lo vivido, lo soñado y lo imaginado, entre los tiempos y los puntos de vista.

Porque El hotel a orillas del río bien pudiera ser una nueva dupla de historias soñadas, de historias soñadas la una a la otra mientras que todo ante nuestros ojos bien pudiera hacer pensar en una mera yuxtaposición de relatos que se cruzan entre los pasillos, habitaciones y salones del hotel del título. Por un lado, dos amigas se consuelan tras el desengaño sentimental de una de ellas; por otro, un viejo poeta que ha convocado a sus dos hijos para despedirse de ellos ante el presentimiento de su muerte.

Hong alterna y da el relevo a sus dos historias, cruzándolas levemente sin apenas artificio más allá de sus juguetones zooms de reencuadre y alguna pequeña evocación, acercándonos a estos personajes en plena crisis existencial ante un paisaje romántico invernal de gran belleza. Las amigas conversan y expían sus intimidades, el poeta hace lo mismo con sus hijos, uno de los cuales, costumbre de la casa, resulta ser un cineasta de culto que finalmente ha obtenido cierto reconocimiento (podemos ver y escuchar reírse a Hong mientras escribía este personaje).

También como de costumbre, la comida y el alcohol serán los detonantes necesarios para el desbloqueo, los catalizadores para abrir la rendija de las emociones, los reproches o los arrepentimientos. La poesía y el misterio se abren paso entre la prosa elemental y minimalista de Hong: el padre queda abrumado por la belleza de las mujeres en la nieve, que le inspiran un largo poema; el coche en el que llegan los dos hermanos pudo ser el coche con el que una de las dos mujeres tuvo un accidente.

Las apariencias se desmoronan con una sencillez apabullante, un pequeño detalle basta a Hong para situar su relato en una nueva dimensión tan desconocida y misteriosa como ese llanto doble en pleno sueño con el que se cierra un filme quién sabe si soñado por sus propios personajes, un filme para ser soñado.