Crítica de Cine

Humor negro para monstruos rojos

Una imagen de la película.

Una imagen de la película.

Se disfruta más de esta tragedia grotesca si se ha leído alguno de los libros imprescindibles sobre Stalin, sobre todo La corte del Zar rojo de Simon Sebag Montefiore, estremecedor retrato de los sucesivos entornos de Stalin y crónica detallada de lo sucedido durante su larga agonía mantenida en secreto y tras su muerte, no pudiendo recibir los mejores cuidados porque los más destacados médicos de la Unión Soviética habían sido purgados tras el denominado Complot de los Médicos. Leyendo este libro se constata que los hechos reconstruidos en esta película como una farsa tremendista interpretada por asesinos megalómanos y desquiciados -Malenkov, Beria, Kruschev, Molotov, Kaganóvich, Voroshilov, Zhukov- que luchan a la vez por salvar sus vidas y quitársela a sus oponentes para llenar el inmenso vacío de poder absoluto dejado por Stalin tras su muerte en 1953, responden a los personajes y hechos reales con absoluta fidelidad. A diferencia de las más grandes sátiras políticas contra Hitler, como Ser o no ser o El gran dictador, en esta película todo es real, los hechos se corresponden a lo sucedido y las deleznables personalidades caricaturizadas son fieles a los protagonistas.

La muerte de Stalin no alcanza la grandeza de las obras maestras de Lubitsch y Chaplin antes citadas, pero es una estupenda comedia negra sobre una de las épocas más negras de la humanidad y uno de los personajes más negros de la historia, un monstruo sólo comparable a Hitler (otra lectura imprescindible: Hitler y Stalin de Alan Bullock) y a Mao si medimos la crueldad al peso, por millones de víctimas. La dirección de Armando Iannucci (In the Loop) logra sortear a la perfección los escollos que toda sátira plantea: no minimizar o trivializar los terribles hechos de los que se desentraña lo que tienen de farsa para denunciar su crueldad. Lo mejor, junto a la estupenda ambientación que recrea los interiores de mausoleo a la vez vulgares y pretenciosos característicos del comunismo soviético y del gusto de Stalin, es el guión lleno de diálogos tan brillantes como incisivos y las interpretaciones exactas dentro de la desmesura propia del esperpento -espléndido Steve Buscemi- de los tristemente famosos protagonistas del duelo a muerte por el poder y por destruir las pruebas que les incriminaban en los crímenes contra la Humanidad que siguió a la muerte del genocida admirado por tantas celebridades de la intelectualidad de todo el mundo -entre muchos otros el francés Sartre, el español Alberti, el chileno Neruda- como el Padre de los Pueblos.

En este sentido se trata de una película necesaria porque, si bien sobre Hitler no hay dudas, la leyenda propagandística de Stalin solo empezó a resquebrajarse tras las denuncias de Kruschev -uno de los protagonistas de la película, que logró borrar su pasado sangriento y neutralizar o liquidar a sus oponentes- y los partidos comunistas occidentales sólo rompieron con la dictadura soviética tras la invasión de Praga en 1968. La crítica a Stalin, primero, o a la Unión Soviética, después, era considerada por los comunistas mentiras de la propaganda imperialista. De hecho, aún transcurridos 70 años de los hechos, caído el telón de acero y desintegrado el bloque soviético, Putin ha intentado impedir la difusión de esta película y la ha prohibido en Rusia, donde únicamente hubo una proyección que fue interrumpida por la policía. Así a sus excelentes interpretaciones y su buen humor negro sobre monstruos rojos La muerte de Stalin suma eficacia pedagógica. Porque todavía hay despistados.

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