Cine

Infancia(s) del cine

Alfonso Crespo

La amplia repercusión socio-económica de películas como The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) o la reciente Blancanieves (Pablo Berger, 2012) ha provocado, en paralelo, el habitual debate -precipitado y superficial tanto en prensa diaria como en la especializada- sobre el "renacimiento del cine mudo". No era la primera vez que pastiches posmodernos reanimaban algunos tics expresivos de extintos modelos representativos del cine -el caso, también en su día estrenado en salas, de Tuvalu (1999), de Veit Helmer; o de la mayor parte de la obra, ésta sin duda más atrevida y materialista, del canadiense Guy Maddin-, pero en esta ocasión, Oscar mediante, el delirio sobre la posibilidad de reintegrarse en la Arcadia perdida del cine ha alcanzado cotas inexplicables. Es decir, no se conformaban con obtener dinero y notoriedad a partir de películas simpáticas, imaginativas y férreamente diseñadas, sino que pretendían regresar de veras al pasado y reclamar el parentesco con los cineastas del Hollywood mudo o, en palabras del propio Berger, con autores como Abel Gance, Marcel L'Herbier o Erich von Stroheim.

Como advertía aquella compilación de relatos cortos de Thomas Wolfe, no hay puerta. O, siguiendo a Godard en sus Histoire(s) du Cinéma, es al propio cine, a su persecución de ennoblecimiento a través de la palabra justo cuando ésta iba a echarse en brazos de la propaganda pre-bélica, a quien hay que culpar de haberle dado la espalda al exceso popular, estético y político de su etapa silente. Pasados los años, y desde el profundo desconocimiento (cuando no desprecio) por parte de la sociedad (incluidos muchos cinéfilos) de su primer pasado, es difícil tomar en serio a los realizadores que dicen haber buscado refugio en el cine mudo. Y esto, parafraseando la opinión de Walter Benjamin sobre el proceder de Proust en En busca del tiempo perdido, porque sólo se puede recuperar aquello que se ha olvidado, es decir, lo que cayó en la desmemoria. Es imposible, entonces, reanimar tanto lo que nunca se tuvo (¿en qué televisión, escuela, instituto, centro cívico, ponen películas de Barnet, Kinugasa, Peixoto..., o Griffith, Chaplin, De Mille y Eisenstein?), como lo que se asimiló de manera adulterada e insustancial (el cine mudo como una cuestión de letreros y maquillaje).

 

Una buena guía para pensar estos temas se encuentra en una película maldita (y polifónica y descentrada mediante varias pantallas) que se ha podido ver finalmente en 2012, hablamos de We can't go home again (1976) de Nicholas Ray. Como todo su cine, trata de la pérdida de la inocencia y, también, de un cierto regreso, amargo, mutilado, pero regreso al fin y al cabo. Y esa vuelta al hogar también puede contemplarse como un tímido y cabizbajo paseo por los alrededores de la casa del cine, acechándola como aquel prowler de Losey, pues aunque se ven luces dentro, no se atisban entradas. El cine mudo no se puede recuperar, porque nunca ha dejado de existir como ruina dentro del sonoro. Y, efectivamente, llega hasta hoy, en la fotogenia de los rostros y objetos filmados por Miguel Gomes en Tabú (2012), o por Pedro Costa en películas como Juventud en marcha (2006), o en el respeto, otro ejemplo posible, por el movimiento de las hojas de los árboles que relaciona a los operadores Lumière con Straub y Huillet, y a estos con Mauritz Stiller. Estos brotes son los frutos de un trabajo muy exigente, de la reapropiación de la relación, siempre complicada, entre técnica y naturaleza; nada que ver, por tanto, con la recreación o la manipulación de pixeles. Nos referimos a los réditos inesperados que obtienen todos los cineastas que en cierta medida repiten el esquema del pionero, el que confronta las ideas con la materia y acude al revelado del material con la curiosidad del que no sabe del todo qué es lo que ha filmado.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios