Van Gogh, a las puertas de la eternidad | Crítica

Dafoe no interpreta a Van Gogh, lo es

Willem Dafoe, caracterizado como Van Gogh en la película.

Willem Dafoe, caracterizado como Van Gogh en la película. / D. S.

Julian Schnabel es un virtuoso. No es un grandísimo pintor, pero desde los años 80 conoce el éxito y sus obras están en algunos de los más prestigiosos museos de arte moderno del mundo. No es un grandísimo director, pero sus películas han sido presentadas y premiadas en los festivales más importantes: Basquiat (1996) fue nominada al León de Oro en Venecia; Antes de que anochezca (2000) le abrió las puertas de Hollywood a Javier Bardem tras lograr el Premio Especial del Jurado en Venecia y las nominaciones al Oscar y el Globo de Oro; La escafandra y la mariposa (2007) obtuvo cuatro nominaciones al Oscar, dos Globos de Oro y un premio a la dirección en Cannes; a ellas hay que sumar su excelente documental Lou Reed's Berlín (2007).

Hasta aquí el discontinuo cine de Schnabel -siempre centrado en vidas de creadores- ofrecía calidad y originalidad. En 2010 cometió el error de abandonar esta línea para abordar el conflicto palestino-israelí con Miral. Fracasó y generó una curiosa reacción revanchista en la crítica: Schnabel el premiado se convirtió en Schnabel el sobrevalorado. En las dos ocasiones se exageró. Sus tres primeros largometrajes y su documental sobre Reed son obras notables. Ni era el genio que se dijo primero ni el falso valor inflado que se dijo después.

A los doce años de su última película interesante y nueve después de su patinazo regresa con una película emocionada (está claro que es un homenaje) y emocionante (por la soberbia interpretación de Willem Dafoe) dedicada a Van Gogh. Y logra su mejor obra. Cuando en los minutos iniciales se representa el encuentro entre Van Gogh (que no vendió un cuadro en su vida) y Gaugin (que tuvo una existencia, además de aventurera y exótica, difícil y con periodos de miseria) me pregunté -tal vez porque el estreno de esta película coincide con Arco- qué sentiría Schnabel, artista de las tardías vanguardias subvencionadas y millonarias, frente a quienes se jugaron la vida por perseverar en sus rechazadas búsquedas artísticas. "Yo arriesgué mi vida por mi obra", escribió Van Gogh antes de morir a los 37 años. Pero como no es esto lo que nos convoca hoy aquí, lo dejo.

Hay que agradecer a Schnabel y al director de fotografía Benoit Delhomme (responsable de las excelentes direcciones fotográficas de El olor de la papaya verde, El caso Winslow o Los hombres libres de Jones) las texturas ásperas de ropas, zapatos, suelos, paredes y maderas de las habitaciones o, en otro registro, de los trigales, los girasoles y los árboles. Incluso el sol y el viento entre las hojas adquieren una cualidad táctil. En esto encuentra la película su verdad visual con relación al universo de Van Gogh. Cuando lo filma pintando hay una correspondencia entre estas texturas y las de los lienzos y los gruesos trazos sobre ellos. Hay que agradecerle también que escogiera para coescribir el guion a Jean Claude Carrière, cómplice de Luis Buñuel durante más de una década.

Y sobre todo hay que agradecerle que eligiera a su viejo amigo y grandísimo actor Willem Dafoe, que trabajó en la primera película de Schnabel hace 23 años, para que fuera -no para que lo interpretara: para que lo fuera- Van Gogh. El parecido físico extraordinario cuenta, pero no es lo más importante. Lo decisivo es su mirada y su gesto corporal, su entonación (en la versión original) y su aire a la vez de indefensión y decisión, de fragilidad y fortaleza; sobre todo su furiosa necesidad de pintar, tal vez lo más difícil de representarse a través de la interpretación.

Dafoe lo logra -el Oscar al que estuvo nominado debió ser suyo- y Schnabel le crea un muy buen marco con sus potentes y agitados, pero no retóricos, planos discontinuos; y con los soberbios monólogos frente a una cámara atentamente estática. Rupert Friend hace una conmovedora interpretación de su hermano Theo. Menos convincente está Oscar Isaac como Gauguin. Muy bien en sus breves papeles Niels Arestrup como su compañero en el manicomio y Mads Mikkelsen como el sacerdote con el que comparte una intensa escena.

Schnabel y Dafoe tratan la enfermedad mental del pintor con contención, sin vincularla como causa con su pintura (se agradece el pudor con que no se muestra el famoso episodio de la oreja: lo narra sobre negro una voz en off). Se profundiza en el gesto pictórico y la personalidad de Van Gogh, en su búsqueda -estupendo el breve fragmento en que se mide con Hals, Goya, Velázquez o Delacroix- tan llena de dolor, sufrimiento y éxtasis. Este no es el loco del pelo rojo, dicho sea con todo respeto a Minnelli, Douglas y Rózsa. Deberían llevar a los alumnos de bachillerato a verla. 

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