Una fotografía de Freud con un típico fez rojo en la cabeza preside la consulta improvisada de Selma en su piso, una imagen recurrente que condensa el espíritu ligero y amable de esta comedia que pretende enarbolar un suave mensaje feminista y libertario en el Túnez contemporáneo. Estamos por tanto en el polo opuesto de la también reciente cinta franco-argelina Papicha, en la que el auge del extremismo islámico en los años 90 condicionaba con consecuencias trágicas la vida de un puñado de jóvenes mujeres con ansias de libertad y ganas de salir al mundo.
El personaje que interpreta la hermosa actriz iraní Golshifteh Farahani vive precisamente el proceso inverso, a saber, ha regresado a su país árabe después de estudiar en París y pretende ganarse la vida como psicoanalista en una comunidad que prefiere expiar sus problemas y ansiedades en las peluquerías o la sauna. Dispuesto así el tono para el enredo costumbrista de personajes variopintos de ida y vuelta, Un diván en Túnez se hace demasiado deudora de su carácter episódico y repetitivo, a través de esas consultas exprés que, en efecto, no consiguen alejar la sensación de que, en realidad, el psicoanálisis no sirve para mucho en una cultura y una sociedad que han encontrado mejores caminos y remedios para la superación de los traumas.
Lo mismo podría decirse del mensaje antipatriarcal que pretende enarbolar la cinta de Manele Labidi, un mensaje tenue e incluso ambiguo al que la caricatura generalizada no hace precisamente el mejor de los favores, incluida la de su propia protagonista con el cigarro siempre en la boca o fantaseando con apariciones que le ayuden a sobrellevar el peso de las contrariedades burocráticas, el flirteo rayano en acoso o sus propias decisiones y convicciones en un país que, a todas luces, aún no está preparado para una verdadera primavera.